Junio 2025
Encuestas
confiables siguen mostrando que los argentinos somos mayoritariamente
estatistas.
Y están
en lo cierto: tiene gran arraigue en nuestra nación la idea de que sólo bajo la
severa conducción de un Estado-mamá que reglamente nuestras concupiscencias,
dirima nuestros pleitos y aplique sus correctivos conseguiremos evitar el caos
del “todos contra todos”.
La
mayor parte de la gente piensa que el Estado, sobre todo en sus monopolios de
legislación, justicia y fuerzas de seguridad, es algo muy necesario; vital;
irreemplazable si pretendemos ser una sociedad civilizada, donde haya
cooperación y donde no impere la ley del más fuerte.
La
batalla cultural en contrario, de avive, que libra el gobierno libertario apelando
a tediosas cuantificaciones de nuestra historia de sobrerregulaciones y
asistencialismos corruptos con déficits fiscales, inflación y pobreza
crecientes, sólo hace mella en la superficie de esa “conciencia nacional” que
persiste, tenaz, en su dependencia dirigista.
Aun conociendo esta percepción ciudadana, el presidente J. Milei insiste en que debemos… odiar al Estado, una organización criminal. Y en que él es en verdad un topo infiltrado que vino a desguazarlo.
¿Por
qué se obstina en afirmaciones tan chocantes, a contramano de la creencia mayoritaria?
En principio, claro, porque es un anarcocapitalista conceptual que tiene como
norte último la abolición de los impuestos (savia vital del sistema
estadocéntrico) y de toda otra acción agresiva sin contraparte
contractual-voluntaria.
La teoría libertaria que respalda estas ideas tiene sus razones, largamente desarrolladas por los teóricos ancap.
Por
lo pronto, no considera civilizado un entorno como el nuestro, que basa
su existencia en el forzamiento extorsivo de sus integrantes. E invita a todos
quienes creen que no formamos parte de una comunidad estatal forzada, a
considerar qué pasaría si se despenalizara el no pago de impuestos; es decir,
si se retirase el revólver de la nuca de los “contribuyentes”. No es difícil
imaginar lo que una abrumadora mayoría haría de inmediato, aun sabiendo las
consecuencias.
En
definitiva ¿por qué, en un entorno social cada vez más tecnológico y personalizado,
se sigue creyendo en la necesidad de un gran monopolio territorial de
legislación, justicia y punición como único modo de evitar el caos, incluso a
muy largo plazo?
Es sabido que sin sustento ideológico, sin un modelo societario que motive, ningún sistema institucional de gobernanza dura mucho. El que sustenta al “sistema Estado” se basa en el llamado mito hobbesiano (por el filósofo inglés Thomas Hobbes, 1588-1679), que postula que el estado natural del ser humano es la guerra de todos contra todos. Caótica guerra intra social para cuya detención se necesita un firme monopolista que uniformice y gobierne a fin de crear paz… bajo amenaza armada.
Pieza
conceptual que deriva a su vez en constituciones que unifiquen territorialmente
y en democracias que lleven a la práctica el bello ideal del autogobierno.
Si
bien en la mayoría de los casos eso nunca funcionó (ni funciona ahora; de ahí el
creciente desinterés, la bronca y el enorme descrédito del sistema y de sus
políticos profesionales), este mito y no otra cosa es la creencia de base que
sostiene a la estructura estatal hasta el presente.
Dicho
esto teniendo hoy -más que nunca antes- en claro las ruinosas políticas clientelares
de subsidios, prohibiciones y costosísimas violaciones a la propiedad de nuestra
mamá-Estado filosocialista, que no lograron ser prevenidas ni frenadas por
letra constitucional, ley positiva, justicia monopólica ni elección delegativa
de masas (republicana) alguna.
Los libertarios como Milei adhieren a la regla de sentido común que dice que una teoría funcional y éticamente correcta debe serlo siempre, cualquiera sea su escala.
La
idea hobbesiana en la que se funda la necesidad de “crear paz” desde un Estado monopólico
se revela como un mito (muy conveniente, por cierto, para la legión de quienes
integran su poderosa estructura, reciben subsidios o gozan de ventajas regulatorias
discriminantes) al considerar cómo funciona a pequeña escala esa innata “guerra
natural”; esa idea tan asumida de ser todos el lobo de todos.
Según
la teoría, un grupo reducido, de 4 individuos, por ejemplo, no podría ponerse
de acuerdo para concretar un negocio o acción sin terminar en al menos uno de
ellos como jefe que decide (incluso en los conflictos de él mismo con los otros)
y tres que sigan sus instrucciones.
La
sentencia de Hobbes descarta la cooperación natural y voluntaria de mutuo
interés entre iguales que, como es obvio, existe; y que vivimos a diario en infinidad
de casos de interacción social.
Por
el otro extremo y si esta teoría fuese verdad deberíamos tener un Estado
Mundial creador de paz (¡Dios nos guarde de este super-monopolio!), aplicando el
argumento sobre la realidad de nuestro 2025, cual es la de 197 Estados nacionales
que se relacionan en un marco de… anarquismo (no existe entre ellos una legislación
común, una autoridad política común ni una fuerza armada común; simplemente deliberan,
negocian, acuerdan y, a veces, se enfrentan).
Anarquía, esa palabra tan demonizada por los cultores del estatismo, es un valioso vocablo que proviene del griego: an (sin) y arkhé (poder o mandato). Para el caso, sin Estado monopólico; de ningún modo sin ley ni orden.
En una comunidad reducida, puede verse cómo las personas colaboran pacíficamente entre sí sin necesidad de ningún monopolista que se imponga. Los inconvenientes de cooperación empiezan cuando esa “escala humana” o local se ve superada, como es el caso de los grandes Estados-nación que tienen jurisdicción monopólica sobre un gran territorio y sobre un grupo humano muy diverso.
¿Puede
haber Estados tan pequeños como una comunidad localista? De hecho países como
Mónaco, San Marino, Liechtenstein o Singapur entre otros se acercan a este
ideal y por cierto funcionan bien: sus ingresos por habitante son muy altos y
no hay casi pobreza pese a densidades demográficas elevadísimas y recursos
naturales escasos.
Se
trata de sociedades con individuos que prosperaron, zafando de la ceguera del
mito hobbesiano patrocinado por algunos reyes y elites oligárquicas europeas que,
hace unos 250 años, lucharon por imponer a cientos de ciudades, enclaves,
señoríos y pueblos (entonces diversos e independientes; “anárquicos”) la idea
de que estarían mejor unidos bajo su bandera; acogidos al monopolio territorial,
de justicia y fuerza de unos pocos grandes Estados.
El estatismo y sus mitos, no el libertarismo y sus bien ordenadas anarquías de mercado en competencia, son lo que nos trajo hasta la insatisfactoria realidad actual, tan violenta e injusta. Tan primitiva en tanto coactiva por extorsión.
La verdadera
cooperación civilizada que ponga coto a “la ley del más fuerte” se corresponde
con las ideas de la libertad, tras la develación de que el Estado monopólico
que nos sujeta no “somos todos” sino que es, efectivamente, el temido y muy
mafioso “más fuerte”.
Tal vez sea hora de empezar un viraje mental comunitario que enfile nuestra nave hacia otro destino, aunque fuere para nuestros bisnietos o más allá: el de poder disfrutar de mayores libertades personales de elección en contratación, desarrollo, enriquecimiento y bienestar integral asociadas, claro está, a la asunción de también mayores responsabilidades individuales.
Un
destino de menor o nula dependencia infantilizante de las tetas de mamá-Estado,
siempre abastecidas por “otros” sin adulta medición de consecuencias.
Algunos lo llaman madurar; otros, evolucionar; en nuestro caso lo llamaríamos… destetar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario