Septiembre 2008
Sacudamos nuestra modorra mental y seamos “políticamente incorrectos” derribando algunos tabúes. Al menos por un rato.
Ninguna invención humana como la institución del Estado ha sido tan mitificada, sacralizada, idealizada, reasegurada y machacada como inevitable e imprescindible.
Con ningún otro preconcepto se ha intentado un lavado de cerebros tan persistente durante tanto tiempo sobre hombres y mujeres procurando persuadirnos de su necesidad, en oposición a convenientes imágenes de caos, anarquía, depredación y salvajismo. Inculcándonos desde la más tierna infancia la “razonabilidad” de respetar y apoyar activamente la moralidad y supremacía del Estado.
Un dato objetivo -probado a través de la historia- es la tendencia natural del ser humano hacia la obtención de poder para asegurar la provisión de dinero con el que comprar placeres, lujos y honores.
En cualquier escala, a más poder, más dinero y satisfacciones.
Otro dato objetivo -y probado- es el reiterado logro de este objetivo por parte de minorías que lo consiguieron, aferrándose a superestructuras de dominio sobre una determinada (y arbitraria) área geográfica, conocidas comúnmente como Estados.
Un tercer dato objetivo es la evidente conveniencia que, para esa minoría, tiene el mantenimiento de esta superestructura que detenta el monopolio del uso de la fuerza, del dictado de reglamentos y del cobro de tributos en forma coactiva. Y del apoyo a las instituciones internacionales que reaseguran, “reconocen” y refuerzan la potestad de los miembros de la cofradía de naciones-estado para seguir usufructuando de sus rentables monopolios extractivos individuales.
La existencia del Estado es, así, perfectamente entendible y muy deseable para este grupo de personas inclinadas a vivir y prosperar a expensas del esfuerzo ajeno, manteniendo siempre (en un aceitado sistema de postas electorales) los garrotes en alto.
A caballo de estos datos reales, a esta altura del siglo XXI , del avance de la civilización y la decadencia de nuestra nación, cabe a la gente pensante el deber de “quitarse el chip” de la nuca. De abstraerse del estereotipo vulgarmente aceptado deteniéndose a reflexionar con independencia sobre esta cuestión básica. Cuestión que desde luego afecta en forma muy grave a nuestra Argentina actual pero afectará más aún a futuro la vida de nuestros hijos y nietos.
Saquemos a la luz del sol lo que todos sabemos y tragamos. El actual Estado-nación es un gigantesco peso muerto que obstruye el crecimiento económico, las libertades y los derechos civiles tanto como las soluciones eficientes y de sentido común en todas las cuestiones en las que interviene.
Nuestra patria constituye, en tal sentido, un perfecto “ejemplo de manual”. De cómo el crecimiento de las regulaciones y prohibiciones ad infinitum, del torniquete impositivo, del fascismo sindical, del “empresariado” corrupto y protecto-dependiente, de la “inteligentzia” cobarde (docentes, intelectuales, artistas, periodistas etc.) cobijada al calor estatal, del paleo-nacionalismo militar y de cómo el uso clientelista del hambre y la desesperación así provocadas, quebraron el espinazo de un gran país.
El Estado ha sido en verdad el enemigo común de la humanidad.
Es la mayor fuente de violencia, freno a la creación libre de riqueza y narcótico que desbarata la maduración colectiva, el cuidado ambiental y la cooperación voluntaria, a escala mundial.
Sus intelectuales-clientes han contribuido por siglos adoctrinando en la creencia de que sería traición o locura no respetar el “contrato social” (que nadie firmó) de obediencia al gobierno, al soberano legítimo. Banderas, condecoraciones, pactos solemnes entre algunos individuos, himnos, ceremonias y rituales vistosos, marcial defensa de fronteras -todas artificiales y xenófobas- físicas, raciales o culturales y tantos otros símbolos de división nacionalista, inculcados para revestir de legitimidad a la minoría beneficiaria.
Algún día la gente simple comprenderá porqué Albert Einstein definió al nacionalismo como “el sarampión de la humanidad”, una enfermedad ciertamente infantil.
Se dirá: pero ¿puede una sociedad funcionar sin Estado, sin soberano, madurando hacia la adultez sin ese papá sabelotodo mezcla de bonachón y golpeador?
La respuesta es que no solo es posible sino que ya fue demostrado en la práctica. Vaya para ello tan sólo un ejemplo real: Irlanda, el país que está hoy en boca de todos. Porque bajando decididamente los impuestos, derogando trabas burocráticas, liquidando sobrecostos laborales y dando relativa rienda libre a la iniciativa individual pasó de eterna cenicienta de Europa a tigre regional. Encabezando los rankings de crecimiento y prosperidad popular mientras se posiciona velozmente como nueva potencia emergente del mundo globalizado.
Tal vez no por nada los irlandeses se encuentren hoy camino al estrellato. Durante unos 1.000 (mil) años y hasta su brutal sometimiento a las armas inglesas en el siglo XVII , la isla de Irlanda prosperó sin Estado alguno. Constituyeron una sociedad sumamente compleja, erudita, civilizada y la más avanzada de la Europa de su tiempo. Unidos en comunidades voluntarias respetuosas de los derechos del prójimo, conformaban unidades territoriales delimitadas por la extensión de las tierras de sus integrantes, quienes eran libres de permanecer en esa comunidad o unirse a otra vecina. Una vez al año elegían a un representante religioso para que presidiera los ritos (pre-cristianos) y asambleas donde se decidían cuestiones generales. Dicho líder no era soberano de nadie, no podía dictar leyes ni impartir justicia siendo que la ley se basaba en un cuerpo de tradiciones transmitida por juristas profesionales, elegidos en cada caso particular por las partes en litigio. Las condenas se aplicaban a través de un sofisticado sistema de seguros, compensaciones, castigos y garantías privadas en el que todo ciudadano estaba comprometido so pena de ostracismo.
¿Qué tal esos celtas? Todo sin un gobierno coercitivo y territorial obteniendo sus ingresos por la fuerza mediante el monopolio de las armas.
Señoras, señores, tenemos al zorro dentro del gallinero.
Existen desde luego muy modernos sistemas alternativos estudiados por personas inteligentes que aman la no violencia, la libertad, la prosperidad, el mutuo respeto y la paz. Que ofrecen tecnología sin tecnocracia, crecimiento sin contaminación, libertad sin caos, ley sin tiranía y defensa de todos los derechos personales sin discriminación. El estatismo, el igualitarismo y la uniformidad compulsiva, la supremacía del Estado sobre el individuo... no son la única opción.
Optemos en cada decisión cívica y docente de nuestras vidas por no transigir con la violencia. A no aceptar en ningún caso la declaración de derechos que, para ser cumplidos, necesiten de la existencia de un grupo de personas explotadas a las que se obliga a proveerlos.
* Leviatán: monstruo bíblico devorador de hombres.
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