Diciembre 2008
Es conocida la afirmación de Buda de que la ignorancia es el origen de todos los males, igual que la sentencia de Sócrates de que el mal no es más que desconocimiento del bien y que por lo tanto un malvado no es otra cosa que un ignorante.
Las enseñanzas de estos y otros maestros remiten como anillo al dedo a la actualidad política y económica local.
Nuestros gobiernos son nocivos porque incurren en la maldad social de enriquecimientos ilícitos, ventajas a “empresarios” amigos, venganzas infantiles contra empresarios “enemigos”, nepotismo, fomento disolvente de resentimientos con codicia de propiedad ajena, devaluación de las culturas del trabajo, del respeto, de la honestidad etc. etc., acciones todas generadoras de concentración de capital y más pobreza.
Pero también son malos por una persistencia en el error económico atribuible a simple ignorancia.
La creencia en que la intervención del Estado es capaz de generar riqueza o incluso de distribuirla con equidad es reveladora de una profunda ignorancia.
Cuanto menos se esfuerce el Estado en utilizar su poder para reducir la desigualdad en la distribución del ingreso, más pronto disminuirá esta.
Está claro, y hasta un negado/a lo sabe, que el capitalismo es el único sistema creador de riqueza. También que el dinero y los emprendedores creativos que lo generan son muy recelosos, cobardes y poco afectos a ideas tales como patria y solidaridad.
Lo brillante de la exitosa idea capitalista consistió en admitir la realidad de que el ser humano es individualista y egoísta por naturaleza. Liberando esa enorme energía innata bajo algunas simples reglas de orden general, los liberales de los siglos XVIII y XIX lograron el más espectacular shock de avance creativo, productivo y de calidad de vida que el mundo hubiera conocido.
Se trataba del individuo egoísta “suelto” y protegido, trabajando duramente (y sin proponérselo) por el bien común a través de los fantásticos mecanismos del mercado libre.
El salto desde la miseria, la desesperanza y la esclavitud feudal fue tan grande que por fuerza generó situaciones transitorias de inequidad en los tiempos de acceso al bienestar para un enorme número de familias, que pugnaban a un tiempo por salir del infierno de siglos de sometimiento.
A más iniciativa individual y más libertad de negocios, se asistió por lógica a una disminución del control estatal. Al ver cómo se les escapaban poder y privilegios de las manos las aristocracias, mafias y camarillas intelectuales gobernantes usaron aquellos temores de río revuelto en su beneficio creando superestructuras socialistas de intervención que les permitieron seguir parasitando al pueblo productor.
Nuestra dirigencia estatista sigue esta senda de freno al progreso de las masas en libertad por una cuestión de conveniencia personal para las oligarquías violentas que hoy succionan riquezas: la política, la sindical, la de empresarios cortesanos y la de vagos que pretenden “derechos” a costa de la laboriosidad de otros.
Unos cuantos (demasiados) de estos aprendices de tiranos creen todavía con inmadurez rayana en lo criminal, que pueden cambiar la naturaleza humana mediante la acción política.
Contra toda la experiencia histórica de los genocidios soviéticos, nazis, chinos o vietnamitas. Contra toda la experiencia histórica del arco de fracasos socialistas de Suecia a Rumania o de Cuba a Chile. Contra toda la experiencia histórica de 78 años de empobrecimiento argentino, tras abandonar las libertades y respetos capitalistas que nos hicieran poderosos. Agrediendo económicamente a empresas y personas que a nadie habían dañado, y que sólo aspiraban a mejorar sus vidas trabajando sin robar a nadie.
Obviamente el “Estado de Bienestar” no existe. Es solamente una trampa caza-bobos diseñada por las oligarquías dominantes para seguir con sus negocios privados de espaldas al interés general. Las pruebas de ello son tan abundantes que basta con levantar la vista para percibirlas por doquier. Nuestro gobierno “popular” es el crupier de una gran mesa de ruleta que al grito de ¡cero! limpia una y otra vez todas las fichas sobre el tapete de juego.
Existe, si, el camino correcto. El camino honesto, moral y justo. Aquel que todos conocemos desde lo más hondo de nuestras conciencias: no agredir; no trampear; no robar. Respetar a todos en su persona y en su propiedad. Cumplir con el deber. Ganarse el pan, progresar y ayudar a otros mediante el propio trabajo duro y honrado. Gozar de nuestras libertades y derechos sin invadir los de nuestros vecinos. Responsabilizarnos de todos y cada uno de nuestros actos, incluido el de elegir a un dirigente que luego cause daños a un tercero.
Si en verdad el Estado quiere ayudar a los desprotegidos lo que debe hacer es apartarse. Quitarse del camino para liberar las energías productivas de toda la población.
Esto implicaría -entre otras cosas- reducir drásticamente todos los impuestos ya que constituyen el principal obstáculo para la inversión, la investigación tecnológica y el ahorro. El principal obstáculo para la creación masiva de empleos de calidad, para la capacitación y para el aumento de los sueldos. Para el consumo a todo nivel de todo tipo de servicios y productos (de gasoil a computadoras, de queso a materiales de construcción) cuyos precios están gravemente inflados por una abusiva cadena de tributos.
La inversión productiva es, sin dudas, la mejor solidaridad económica. Es el enseñar a pescar en lugar de regalar pescado.
Una gran rebaja de impuestos sería algo que los “recelosos, cobardes, egoístas y apátridas” poseedores del dinero ciertamente entenderían. Sería hablarles en su idioma.
Nuestro gobierno, claro, no quiere ayudar a los pobres, porque no le conviene. Se quedaría sin clientes. Pero aunque quisiera, no sabría cómo. La incultura agresiva que los caracteriza bloquearía la admisión necesaria y contrita de siete décadas de errores.
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