Diciembre 2008
La acción depredadora del Estado es hoy más claramente visible que con otros gobiernos, y su enorme peso sobre la Argentina que trabaja y produce, más evidente para todos.
Mucha gente advierte con espanto que el ómnibus de nuestra nación se acerca a la curva acelerando a gran velocidad… con un adolescente alienado al volante.
Están dadas, así, algunas condiciones que propician el despertar de grandes sectores de la población a cuestionamientos largo tiempo abotagados al sopor narcótico del populismo.
Con reflexiones del tipo ¿Qué demonios estamos haciendo? ¿Cómo pudimos hundir de semejante manera un país como el nuestro? ¿Adónde acaba todo este raid suicida de violaciones a la propiedad privada? ¿Hasta cuándo vamos a seguir apoyando a los culpables fingiendo que no nos damos cuenta de su responsabilidad? ¿Cuál es el límite de traición a la patria y de humillación frente a otros pueblos necesario para que nos levantemos de la silla? ¿Qué ejemplo moral y qué inmanejable balurdo económico les estamos dejando a nuestros hijos? ¿Quiénes fueron los mal nacidos que armaron la trampera que destroza los tobillos de la república impidiéndole crecer con honestidad? ¿Falló la democracia que debía impedir el enriquecimiento descarado de sucesivas castas de crápulas? ¿Cuál fue nuestra participación en este modelo socialista de “quito, me robo y reparto lo que no es mío” que nos va africanizando sin remedio?
Veamos. Un delincuente “convencional” que roba, secuestra, extorsiona, amenaza y hasta golpea o mata tiene, a pesar de todo, cierta decencia: no miente diciendo que hace estas cosas para ayudar y proteger a otros. No pretende tener el derecho de aplicar violencia sobre su víctima. No la persigue durante toda su vida exigiéndole dinero, sumisión a sus reglas mafiosas y callado respeto. Y acepta la responsabilidad de saberse un abusador, que puede ser capturado y castigado por sus fechorías.
El Estado nacional también roba (por caso, impone impuestos por la fuerza contra nuestra voluntad), secuestra (por caso, priva de su libertad física o económica a quien se atreva a negarse a tributar), extorsiona y amenaza (por caso, el “secretario de ingresos públicos” ¿se dedica a alguna otra actividad?), golpea o mata si es necesario (por caso, a quien osara resistirse a ser detenido por no querer pagar, convalidando acciones que a todos perjudican).
Lo mismo que el malhechor “convencional” del ejemplo. Además nos miente asegurando que se queda con nuestro dinero para ayudarnos a progresar económicamente, para protegernos de ladrones y asesinos, para proveernos de seguridad jurídica o para educar al pueblo en la cultura del trabajo honrado y la civilidad. Décadas de dura insatisfacción cotidiana lo desmienten.
¿Será que el “acuerdo” de un grupo lo suficientemente numeroso de personas votando, basta para convertir en moral algo que realizado por una banda más pequeña o por un solo individuo sería considerado inmoral?
La respuesta a esta pregunta es que la cantidad no modifica el principio y que la agresión inicial contra alguien o su propiedad –es indistinto- siempre es un crimen. Ya sea que la agresión sea llevada a cabo por una sola persona, por diez mil o por cien millones. Y que el apoyo en las urnas a cualquier atropello criminal por mayoría trae implícito su propio castigo.
En nuestro caso, el castigo al resentimiento, al odio, a la envidia, al robo y a la codicia de los bienes ajenos entre otros pecados estúpidamente potenciados a partir de la cuarta década del siglo pasado, fue la decadencia.
Vale decir las villas de emergencia, las colas en obsoletos hospitales públicos, el genocidio de los ferrocarriles, la des-educación de los humildes, el acogotamiento a la Justicia, el avance de la corrupción sindical, el fin del “sueño argentino” a progresar en una generación a través del trabajo duro y honrado, la condena para los “nuevos pobres forzosos” a no tener cloacas, agua corriente, gas de red, asfalto, iluminación, seguridad y limpieza públicas, parques bien cuidados, buenos sueldos, buenos autos, buenas autopistas a todas partes, buenas casas con acondicionadores de aire y calefacción central y tantas otras cosas que desde hace décadas deberían ser de disfrute casi universal en un país como el nuestro.
Violar las reglas morales resulta ciertamente un mal negocio. Y denota poca inteligencia social, extraña cosa en un país lleno de “vivos”. De “punteros” rapidísimos y políticos que pueden “explicarlo” todo con doctoral suficiencia. Todo menos la decadencia a la que nos arrojaban, mientras se llenaban los bolsillos riéndose de los pobres.
Tratarán de “explicarnos” que tienen el derecho de disponer del fruto de nuestro trabajo porque todos tenemos con el Estado un Contrato Social que hemos aceptado (pago-por-protección), y que constituye tanto su origen como su legitimación.
Desde luego, jamás Estado alguno se originó en esta suerte de contrato que ninguno de nosotros aceptó ni firmó, sino que tuvieron su principio en medio de la conquista y la violencia.
Eventualmente un lote de Señores ambiciosos apoyados primero en la superstición y más tarde en la religión sometieron a la gente común en su directo beneficio, con el lucrativo cuento del caos y la igualdad.
A esta altura de la evolución, la corriente más civilizada sostiene con toda justicia y razón que las personas son “sagradas”, intocables, in-avasallables en sus derechos y anteriores al Estado. Que el Estado obtiene de ellas su poder y no tiene más derechos sobre esas personas de los que cada una le acuerde voluntariamente.
¿Ciencia ficción? ¿Utopía? No. Sencillamente lo que corresponde. Lo que en algún momento se impondrá por el propio peso de la dignidad. Del sentido común. De la inteligencia. O del hartazgo.
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