Marzo 2009
En Argentina se asimila legalidad a democracia y democracia a voto popular. Punto. Y falso ya que han existido y existirán sistemas legales con aplicación de una justicia muy superior a la que tenemos, sin democracia. Incluso sin Estado.
Y porque la democracia practicada como se la entiende aquí, de elegir cada 4 años un amo que haga lo que le venga en gana, es una caricatura impúdica, casi sin punto de contacto con el espíritu de nuestra Constitución.
En la Argentina de hoy el voto mayoritario pretende el poder de decidir sobre vidas, honras y fortunas, disponiendo de patrimonios y derechos privados hasta el límite de vampirismo o aniquilación que los incapaces (o “vivillos”) electos tengan a bien decidir. En un contexto tan primitivo e irracional, el voto de la gente adquiere una importancia monstruosa. Hipertrófica.
Es el vértigo del todo o nada. La ruleta rusa en cada elección.
Esta es la oscura realidad que todos sabemos existe, más allá de las bonitas garantías en contrario por escrito de nuestra carta magna.
Así las cosas, cobra desproporcionada importancia el “voto con miedo”: la decisión personal que deben tomar frente a la urna todos los ciudadanos colocados por este y otros gobiernos anteriores en una situación de equilibrio económico inestable.
Suman millones quienes dependen de “planes sociales”, quienes viven de jubilaciones insuficientes, quienes se resignan a un mal pago empleo público, quienes se consideran no preparados (por una educación oficial deficiente) para ingresar en una “economía del conocimiento” o quienes piensan con horror que desapareciendo la maraña de subsidios cruzados, frenos al libre comercio, muy altos impuestos e intervenciones sobre el dólar la inflación los devoraría. Más los parientes, proveedores y amigos de todas estas personas, que temen por las consecuencias que a ellos les generaría su caída desde el borde de subsistencia en que se hallan. Millones de personas que definen una elección, sobre la base de un voto temeroso rumiado sobre premisas falsas. Porque el criminal chantaje al que son sometidos opera al revés de lo que sus víctimas suponen.
Decenas de reflexiones constructivas, éticas y de sentido común podrían derivarse de esta brevísima exposición del problema pero limitémonos a lo básico.
Primero: nuestro país viene cayendo desde hace muchas décadas (también en los últimos 6 años) en los rankings internacionales que comparan todo tipo de desempeños. Desde índices de producción y exportaciones, pasando por índices de corrupción o de libertad económica hasta índices de pobreza, educación o mortalidad. La nación sigue hundiéndose y las agujas de todos los marcadores nos señalan alerta roja. Supimos estar en el puesto número 7 y ahora vamos por el ¿107? ¿Qué clase de argentinos seguirían apoyando “más de lo mismo”? Ya no hay lugar para distraídos y palurdos. El colaboracionismo se transforma cada día más en franca y vil traición a la patria. Y esto no es gratis: se paga con más miseria, humillación social y resignaciones.
Segundo: no existe (repetimos: no existe) otra forma de salir de la indigencia, de la precariedad económica, del equilibrio inestable que estresa y arruina la vida, que a través de la actividad productiva privada. Para lo cual se necesitan grandes inversiones, que sólo aterrizan donde hay seguridad jurídica y libertad económica garantizada. Jamás en sitios con gobiernos imprevisibles e impuestos confiscatorios.
Por lo tanto, millones de víctimas bajo chantaje deben saber que el sistema que podrían seguir sosteniendo por temor a perderlo todo, será el sistema que sin duda alguna los conducirá a perderlo todo, más rápido de lo que suponen. La desesperación que desnudan las últimas y temerarias maniobras del gobierno revelan la escasez de sus márgenes de tiempo. Nadie logró violar impunemente todas las reglas de la sana economía sin convocar al caos. Y el caos es la puerta del infierno para los que cuentan con pocos recursos de defensa. El ejemplo de los colapsos socialistas de 1989 y del 2001 todavía está fresco.
Tercero: no hay posibilidad alguna de que un eventual gobierno de la oposición relativamente más sensata, perjudique a los más vulnerables (se excluye a populistas y socialistas que siguen considerando justo el sistema que nos hundió: “quito por la fuerza y reparto lo que no es mío”). Porque ya no quedan en ese sector idiotas que coman vidrio.
Contrariamente a lo que se busca hacer creer, tal gobierno avanzaría con pies de plomo coordinando acciones de efectiva protección social con acciones de efectivo estímulo productivo.
Se han sugerido medidas de poderosa simpleza -incompatibles con el ciego odio ideológico del “modelo” actual- como la de computar a cuenta de impuestos, los aportes empresarios que se destinen a instituciones benéficas privadas (mucho más eficientes y menos corruptas que las estatales) y en menor medida (al principio) los que se destinen a fundaciones científicas, artísticas o culturales fomentando así el desarrollo y la creación de empleo estable de calidad en el llamado “cuarto sector”.
Con prioridad en la atracción de grandes capitales para dar “pleno gas” a la multiplicación de capacitación y empleos, se apuntaría a desmontar los insensatos impuestos “especiales” y regulaciones intervencionistas que asfixian e impiden el arranque de las locomotoras agroindustriales, petroquímicas, mineras, y de infraestructura concesionada entre otras con enorme poder multiplicador.
Los subsidios al consumo y los “planes” bajarían gradualmente en la medida que el despegue productivo genere demanda de trabajo y salarios crecientes para cada sector poblacional de la Argentina.
Un Estado más austero, más honesto y transparente, más cuidadoso de los resguardos republicanos y con ingresos crecientes en función del explosivo crecimiento “liberado” del sector privado podría sentar las bases de una Justicia más implacable y modernizada o de una función pública profesionalizada, con retribuciones que atraigan a los mejores elementos de la sociedad.
Nuestro país puede lograr en pocos años un bienestar sorprendente para todos, alcanzando objetivos que a otras sociedades les llevaría décadas. No debemos temerle al capitalismo, a la libertad, a la sociedad abierta ni a los empresarios más creativos y audaces.
El miedo no debería abroquelarse tras un voto retrógrado sino contra el modelo de mentiras, vendettas, envidias, odios, resentimientos, crasa ignorancia y bajezas que nos viene haciendo rodar por las escaleras de la decadencia.
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