Marzo 2009
Nos hallamos en la era del simio. Un tiempo donde prevalecen la violencia, la amenaza coactiva, las vejaciones humillantes, el despojo constante pretendiendo repartirse lo que pertenece a otro, las faltas de respeto y un temor primitivo a la represalia vil bajo el reinado de la ignorancia. Todos síntomas de escasa evolución cívica, que se manifiestan en nuestra Argentina siglo XXI con especial potencia y tozudez.
A diario vemos a amables abuelas, jóvenes llenos de nobles ideales, sesudas abogadas de edad mediana, trabajadores del comercio, enfermeras y viejos maestros retirados así como a amas de casa, ejecutivos bancarios o sacerdotes católicos sostener abiertamente que sus ideas son más bien “de izquierda”.
Millones de personas votan y se movilizan con un trasfondo ideológico de simpatías “progresistas”.
Creen (¿de buena fe?) que una fuerte presencia del Estado es imprescindible para promover la creación de riqueza, lograr que ésta se distribuya con justicia a través del tejido social y para mantener bajo control tanto el caos interno como la rapiña de poblaciones foráneas.
Piensan, ante todo, que es muy necesario sujetar el “egoísmo” capitalista dentro de límites estrictos para obligar a la caridad con los desfavorecidos, en la “jungla del mercado libre”. Todo conmovedoramente altruista y humanitario. De avanzada y generosa conciencia social.
Y mirando al piso cuando a renglón seguido admiten que el fin justifica los medios, al aceptar que para tratar por esa vía de conseguir estos fines es necesario aplicar violencia contra personas pacíficas que a nadie habían dañado, robándoles (quitarle a otro mediante amenaza algo que le pertenece fue, es y será siempre, robo) una parte importante del fruto de sus trabajos, ahorros y capital de producción. O entorpeciendo y recortando mediante leyes injustas, su derecho de vender, comprar, donar, trasladar o disponer libremente sin impedimentos artificiales de lo que es suyo. Mirando también para otro lado cuando la historia les demuestra que jamás Estado alguno creó riqueza y que cada vez que pretendió redistribuir por la fuerza la riqueza creada por el sector privado sólo logró caídas de productividad, de inversión, de tasa de capitalización, de crecimiento y de calidad y cantidad de empleo perjudicando con crueldad a los más pobres.
Y que las sociedades que menos “sujetaron” al egoísta ¡oh porca casualidad! son las que hicieron historia aumentando el nivel de riqueza social, el número de propietarios, el acceso al bienestar y los índices de inclusión.
En lo que respecta a los cuentos del caos y la rapiña foránea, son sólo eso: cuentos funcionales a la enriquecida y bien cebada oligarquía política, sindical y de empresarios cortesanos.
Las personas pensantes saben que lo que provoca caos social y rapiña es la miseria sostenida por el freno socialista a la inversión, el desastre de los sistemas educativos y sanitarios oficiales, la justicia corrompida o los parlamentos serviles al tirano. En suma, la desesperanza. Calamidades todas derivadas en línea recta de la rapiña estatal sobre el sector productivo.
Por tanto, no es más altruista y solidario quien bendice con su voto al violento que quedará a cargo de perpetrar el robo sino el capitalista que se arriesga a invertir en algún negocio honesto.
Ese “egoísta” brindará mejores oportunidades de empleos bien pagos contribuyendo al progreso económico general, con arreglo al mérito de cada uno.
Comprobaremos entonces que tanto la dulce anciana como el buen maestro del ejemplo son seres que abominan de la no violencia, de los acuerdos y desembolsos exclusivamente voluntarios y del respeto total por el libre albedrío del prójimo, sus libertades y derechos. Retrocederían como frente al mismo diablo si se les propusiera poner sus “nobles” ideales distributivos en práctica entre quienes sostengan estas ideas, sumando a quienes así lo deseen sin obligar a otros con un garrote a hacer lo mismo.
Nuestra amiga abogada progresista de edad mediana y el sacerdote de simpatías izquierdistas odian la libertad de elección (la ajena, claro), desean una sociedad cerrada y están prontos a garrotear al prójimo para que entregue de una vez la bolsa, votando “en democracia” sicarios que lo hagan ensuciándose las manos por ellos. Se encuentran aún inmersos en la era del simio.
Los “simios” violentos y totalitarios son legión en nuestra postrada república, que involucionó desde el luminoso camino de sociedad abierta que habían marcado prohombres de la talla de Alberdi, Sarmiento, Pellegrini o Alvear.
De haber seguido los sabios principios liberales de los padres del éxito nacional -de remoto desierto semisalvaje a potencia económica y cultural en pocas décadas- hoy estaríamos disfrutando de un nivel evolutivo muy distinto.
Con nuestros recursos naturales, con nuestra innata creatividad y capacidad (apreciada por otros cada vez que un argentino cualquiera descolla trabajando afuera, dentro de un sistema que lo estimule a crear y ganar), con nuestra calidez y hospitalidad multicultural seríamos a esta altura un país extraordinario.
La sociedad abierta hacia donde avanzaba la Argentina del Centenario hubiese evolucionado por un derrotero de libertad e inteligencia aplicadas. Derrotero opuesto al del fascismo ladrón y al del obtuso socialismo nacionalista, que signan la caída y el arrodillamiento de la patria desde hace más de 50 años.
Nuestro ingreso per cápita se situaría hoy entre los 3 o 4 más altos del mundo. No habría casi desocupación, incultura ni pobreza. Nuestra población estaría mejor distribuída con poderosos polos productivos en todo el interior, sería más numerosa y habría incorporado nuevas oleadas de inmigración calificada. Nuestra economía habría entrado de lleno haciendo punta en un plano post-industrial de alta tecnología, situándonos por PBI entre las 7 u 8 sociedades más ricas del planeta.
Inteligente y precozmente globalizados, nuestro mercado sería la humanidad, el prestigio de nuestros productos especializados altísimo y el nivel de vida de nuestra gente envidiado por todos.
Y probablemente nuestros líderes estarían sentados en la reducida mesa donde se deciden los destinos del mundo, aportando sensatez, apertura y solidaridad para con pueblos atrasados, víctimas de gobiernos violentos e ignorantes.
Tal vez podamos decir un día “¿comprende? No era usted. Era el sistema”.
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