Aún subsiste el mito de que los delitos constituyen “ofensas a la sociedad” y que el delincuente debe ser castigado (p/ej. enviándolo a prisión) con todos los gastos de captura, juicio y reclusión a cargo de la misma “sociedad” ofendida.
El engaño, para el caso, consiste en que “la sociedad” no es nadie. No tiene existencia real ni física. Es una entelequia que designa en abstracto a un conglomerado impreciso de individuos, que (ellos sí) son los que existen, tienen nombre y sentimientos; derechos y bienes. La ofensa del delincuente se ejecuta por norma contra uno o más individuos; personas concretas e identificables que deben ser resarcidas, debido a que sus derechos individuales fueron violados.
El sistema actual está planteado para justificar el cobro compulsivo de los impuestos que según nos dicen, se utilizarán para sostener el sistema carcelario de “la sociedad” que no puede, claro está, ser resarcida.
Si hubiese verdadera justicia, nada deberían pagar terceras personas que no tuvieron culpabilidad en ese delito particular y tampoco debería costearlo la víctima, desde luego, sino el propio ofensor en un campo de trabajo apropiado (1).
También goza de salud otro mito primitivo, consistente en justificar la delincuencia bajo el argumento de que “al delincuente lo hizo la sociedad”. Según esta línea de pensamiento, el sistema de libre mercado en vigencia promueve una cruel explotación del hombre por el hombre, dificultando la educación popular y las mejoras en el nivel de vida de las clases obreras. Esto conduce a pobreza crónica con inmovilidad social, generadoras a su vez de una gran desesperanza. Se empuja así a nuestros jóvenes por el camino de las drogas y el delito como vía de fuga para con un orden de vida tan alienante como injusto.
La violencia resultante, entonces, tiene su génesis en el egoísmo, la insensibilidad y el insaciable afán de lucro de los empresarios. Y en semejante contexto, se termina “razonando” que la propiedad es un robo, el impuesto una reparación social y el que delinque… es en el fondo un justiciero. Alguien que trata de sobrevivir y prosperar dentro de la ley de una selva que no eligió.
La libertad económica y el respeto por la propiedad privada que reclaman los liberales, son así ideas carentes de sentido o sólo ventajosas para las clases acomodadas.
La libertad sin dinero ni propiedades es sólo una palabra hueca que no sirve de nada.
En mayor o menor grado, todos los socialistas han alimentado este mito con pasión, explotando la confusa sed de revancha vengativa que anida en muchos seres humanos, secretamente resentidos contra la vida, sus antecesores, el destino, sus pecados electorales o la propia incapacidad.
La trampa es convincente porque mezcla premisas correctas con derivaciones falsas para llegar a conclusiones erróneas.
Es cierto que libertad sin propiedad no sirve de mucho pero lo inteligente es crear las condiciones para que todos puedan ser propietarios y tengan buenos ingresos. Lo cual sólo es posible en una economía libre protegida por instituciones eficaces. Jamás donde gobiernan los ladrones del esfuerzo, los sueños y el ahorro ajeno.
Es verdad que cierta violencia social puede ser engendrada por la falta de sensibilidad y el afán sin coto de riquezas pero no de los empresarios honestos sino de la corrupta oligarquía política, sindical y de pseudo-empresarios prebendarios, dueños de cuentas numeradas en el exterior y mansiones fastuosas.
Es cierto que la desesperanza puede conducir al disloque moral y a la delincuencia, como también es cierto que la condena a permanecer en la pobreza aún cuando la gente se esfuerce duramente para salir de ella constituye una grave injusticia. Pero la causa de estas situaciones aberrantes no es el mercado libre (que no tenemos en Argentina desde hace muchos años) sino el freno populista a las inversiones y a la acumulación del ahorro que derivan en la vil explotación del pueblo por parte del gobierno, que provee educación de mala calidad e impide por clientelismo la mejora en el nivel intelectual y de vida de los más indefensos, dado que allí se encuentra su negocio.
Un ejemplo muy actual de esto último puede verse en la deliberada destrucción del poder económico de una pujante clase media del interior rural que iba surgiendo al calor del trabajo duro, fuertes reinversiones, nuevas tecnologías y eficiencia productiva de punta.
La solución (negocio) progresista fue bajarles la caña en el morro haciéndolos retroceder de propietarios a proletarios para domesticarlos forzándolos a hincarse y estirar sus gorras a la espera de alguna moneda bajo la forma de subsidios.
Resulta obvio que ni el sistema de propiedad privada es un robo ni los impuestos son una reparación. Muy por el contrario, los impuestos (exacción no consentida) son el verdadero robo mientras que el respeto cabal por la civilizada institución de la propiedad es la llave maestra del ahorro, la inversión, el éxito y la satisfacción consumista de los oprimidos.
Por lo tanto, al delincuente no lo hace “la sociedad” sino el gobierno, con sus políticas violentas y desactualizadas, de un intervencionismo obsoleto de conveniente impedimento a la creación masiva de nuevos propietarios.
En última instancia, quienes crean, multiplican, alientan y crían delincuentes son las mujeres y hombres que apoyan con su voto a los candidatos del social-estatismo que nos gobierna y nos hunde en la ley de la selva desde hace muchas décadas. Violando los derechos individuales de futuros criminales, como el derecho a obtener una educación de alta calidad y empleos estimulantes y bien remunerados, al forzar medidas económico-legales propias de la era de los simios. Muy convenientes para la gente astuta “del campo nacional y popular” pero lapidarias para “el campo de la patria y el trabajo”.
(1) para ampliar en este tema, ver
artículo Justicia Libertaria
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