Agosto 2009
Nuestra conciencia natural, nuestro saber innato nos dice que iniciar una agresión contra alguien que no nos ha agredido está “mal”. Y que defenderse de esa agresión no provocada mediante una reacción proporcional, está “bien”. Condenamos en nuestro corazón y en nuestra mente el ataque inicial que violenta la mansa privacidad de otra persona, tanto como justificamos la respuesta de la agredida en (y sólo en) defensa propia. Es un hecho correcto y natural que así lo sintamos y afirmemos. Es de persona bien nacida percibir lo pacífico y lo voluntario como moralmente superior a lo violento o lo coactivo.
El mandato primordial de nuestra conciencia es claro: obtener algo (cualquier cosa; desde dinero hasta sexo) irrumpiendo sin consentimiento en la esfera propia de un ser humano pacífico está mal. Sin excepciones e insanablemente, mal.
Nada cambia para estas invasiones forzadas a lo personal si el agresor, en lugar de ser uno, son tres. O es un grupo de treinta, una multitud de trescientos mil o una mayoría electoral de treinta millones que comisiona a algunos líderes políticos para que lleven a efecto agresiones a gran escala. Ni si el agredido deja de ser una sola persona para pasar a constituir una mayor cantidad de individuos que sean, supongamos, honestos propietarios de bienes que otras personas desean tomar.
Nuestro gobierno lo hace a diario y con soberbia, amenazando a quienes trabajan, crean y producen con temibles represalias si no pagan los abusivos impuestos que decide cobrarles o si no respetan los abusivos reglamentos que decide imponerles.
No hemos avanzado gran cosa, por cierto, desde la época del César, de Atila o de Luis XVI. La fuerza de las armas por sobre las fuerzas de la razón, del pacifismo o del derecho a no formar parte. Propio de los simios con su “ley del más fuerte”. Propio de la turba delincuente con su ley del “somos más” e impropio de seres que se consideran a sí mismos evolucionados.
Ese innato sentido de lo apropiado y justo nos dice también que todo lo que se logre a través del uso o amenaza de la fuerza bruta (como también del engaño político, que es otra forma de agresión) está viciado, podrido desde su génesis. Aún sin haberlo estudiado, todos “sabemos” o “sentimos” que no es posible obtener buenos resultados partiendo de malos procedimientos. Acciones impropias nunca podrán lograr resultados satisfactorios, virtuosos para todos o exentos de violencia contra los mansos.
La proporción en la que estas verdades tan elementales como evidentes fueron ignoradas, marcó el grado del castigo que cada sociedad, por pura lógica, sufrió. La Historia lo demuestra con gran claridad en el registro de milenios de cruel dominación de déspotas o monarcas endiosados, sobre seres humanos indefensos por ignorancia y pobreza. Y durante el paroxismo del terror estatista del pasado siglo, cuando entre el socialismo marxista (comunistas) y los nacional-socialistas (nazis) asesinaron a 170 millones de mujeres y hombres que trataron de oponerse a ser forzados en su patria y por sus conciudadanos.
Quienes defienden al Estado y a su potestad de forzar a seres humanos que no desean ser forzados, defienden a la máquina de matar, robar y oprimir más perfecta y efectiva que existe. La incapacidad para buscar, explorar o probar alternativas más justas, menos primitivas, no los exime de la vileza de estar apoyando algo intrínsecamente perverso.
Podríamos mal-argumentar que en una sociedad con muy poco o ningún Estado algunas personas darían rienda suelta a su más malvado egoísmo, olvidando que eso se vería muy acotado por los poderosos efectos de la competencia que se genera en un ambiente de gran libertad. Pensemos en cambio que lo que ahora mismo tenemos es a personas así pero con un poder de daño inmensamente magnificado, al comando de la máquina del gobierno con sus monopolios de fuerza armada, dictado de reglas, cobro de tributos y aplicación de sanciones. ¿O alguien por ventura cree que nuestros gobernantes son (o han sido) seres desinteresados, serviciales, plenos de virtuosa inteligencia y serena bondad?
La principal agresión del Estado sobre los ciudadanos es la de carácter económico (las demás son funcionales a esta, incluida la educativa). Se sabe que una reducción en la violencia impositiva redunda en un aumento de la tasa de capitalización de las empresas. Y que esto se traduce en mayores reinversiones con aumentos de producción y más empleos de calidad. También en más ingreso de dinero foráneo y emprendedores creativos. Haciendo rodar un círculo virtuoso que, de a poco, puede dejar a la coacción fuera -por innecesaria- y a los acuerdos voluntarios dentro. Acuerdos libremente pactados, innovadores, para todo fin imaginable y de todas las clases posibles.
A menos sobrecarga estatal forzosa, entonces, más bienestar para todos; no para los que están en el gobierno y sus “amigos”.
Es la lógica que explica porqué asistimos al desastre de pobreza, exclusión y descenso en todos los rankings de esta Argentina gobernada por peronistas filo-mafiosos, militares filo-fascistas o radicales filo-socialistas. ¡El crimen no paga! La estupidez tampoco: insistir en implementar sistemas sociales que pretenden terminar con la pobreza imponiendo ataduras, dogal y látigo a quienes crean riqueza, es poner el trineo delante de los perros. Es ir contra natura y contra conciencia.
Está claro que civilización y evolución son conceptos que van de la mano con la no-violencia; con el consecuente respeto y protección de las libertades individuales de elección.
Sabiendo cuál es nuestro Norte a largo plazo y qué cosa es lo correcto, sabremos poner la palabra y la acción debidas a cada circunstancia. Desde qué hacer con nuestro próximo voto hasta qué valores inculcar a nuestros hijos. Desde cómo aconsejar a los menos instruidos para ayudarlos a ayudarse, hasta despojar al Estado de su aura benefactora, para verlo como lo que realmente es: un agresor a gran escala y un enorme obstáculo en el camino, sobre todo, de los más indefensos.
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