Octubre 2009
Ciertamente, nuestra Argentina es un crisol de razas. De una afortunada combinación que nos legó elevados estándares de inteligencia y belleza. De aptitudes para el liderazgo y la creatividad en campos como la ciencia, el arte o la producción.
Así se lo demostramos al mundo cuando la tremenda corriente inmigratoria que había estado llegando desde finales del siglo XIX al amparo de las reglas liberales de nuestra Constitución, hizo estallar la prosperidad catapultando a nuestro país al estatus de gran potencia emergente, a principios del siglo XX.
La fusión fecunda de todos esos temperamentos criollos y extranjeros se produjo a través de la protección del derecho de cada uno a su individualidad. Comprendiendo, en acuerdo con las ideas de nuestros Padres Fundadores y con el espíritu de su Carta Magna, que el respeto por la sagrada institución de la propiedad privada, constituía el alfa y el omega del desarrollo.
No se trató de la unión a través de la nivelación hacia abajo con un igualitarismo gris, golpeador, estúpido y contraproducente como el que tenemos en la actualidad. Nadie hubiese venido con estas reglas.
La cultura del trabajo, el espíritu de progreso, el optimismo avasallante, la poderosa tendencia al ahorro y la inversión que caracterizaron a aquellos compatriotas, aparecieron sólo cuando se dieron ciertas condiciones: gran libertad económica y seguridad jurídica, muy pocos impuestos y regulaciones laborales.
Millones de personas bajaron de los barcos votando con los pies, tras la promesa de que aquí se respetaba la propiedad, el derecho a ejercer toda industria lícita y a gozar íntegramente del usufructo del trabajo honrado, sin temor de que burócratas iluminados pretendiesen quitárselo. Venían para ser juzgados y premiados por su capacidad y ambición individuales, no por su pertenencia a algún grupo con privilegios. Venían tras el derecho a ser individuos plenos y productivos, huyendo de una Europa socialmente anquilosada, autoritaria, minada de impuestos discriminatorios y reglas paralizantes que mataban la creatividad y el surgimiento de nuevas oportunidades para su población en aumento.
A nadie le interesa emigrar hoy a Cuba ni a Venezuela. Ni siquiera a Suecia. Como que nadie que valga la pena quiere venir ni traer negocios, trabajo y capitales a esta Argentina que involuciona hacia el colectivismo.
Los electores peronistas y radicales (socialistas) cleptómanos que nos arruinaron, siguen buscando en la ilusión de una autoestima tribal (el privilegio de un grupo a costa de otro grupo) la identidad individual que no logran a través del sano esfuerzo laboral que sirvió a sus bisabuelos. Esfuerzo que hacen imposible a otros para no tener que verlos crecer, a través de intrincadas prohibiciones productivas o financieras y cargas tributarias de la más vil factura.
Sus dirigentes sobreviven entre una masa de votantes-clientes aferrados al criminal argumento de que el trabajo y la vida del individuo “pertenecen a la sociedad” y que ellos tienen derecho a quitarle su dinero a discreción, en beneficio de un difuso “bien de todos”. Aunque ¡oh!... algo no funciona cuando la única forma de llevar a la práctica una doctrina de esta naturaleza, es por medio de la fuerza bruta.
Obviamente, el bienestar de la mayoría se perjudica en forma grave cuando cientos de miles de emprendedores son expropiados de los fondos que hubiesen podido emplear en capitalizar sus emprendimientos, generando mayor competitividad, empleo y riqueza social. Una y otra vez, el sabio axioma de que el fin no justifica los medios devuelve el sopapo corrector a estos violadores compulsivos de derechos de propiedad, sumiéndolos en más pobreza y pérdida de oportunidades. Sus votos de izquierda son, qué duda cabe, un verdadero tiro en el pié.
El que un tercio de los sufragios haya apoyado la opción de violación vengativa representada por el oficialismo es algo preocupante. Pero que otro tercio continúe apoyando consignas que suponen insistir con este estatismo reglamentador, escupidor serial de “leyes” que combaten al capital con fuerza de metralla, es algo digno de ser labrado en las puertas de la Fundación de Ayuda al Suicida. Los “moderados” radicales apoyaron durante décadas todo tipo de leyes impositivas, discriminatorias y contrarias a la libertad de comercio e industria que garantizaba la Constitución. Todas violatorias de la propiedad y su usufructo como, hace muy poco, la ley que confiscó los activos de los fondos de jubilaciones y pensiones (AFJP). Lo mismo los “civilizados” socialistas y del ex-Ari que vienen de bendecir la reestatización de Aerolíneas, los superpoderes del Ejecutivo, el Consejo de la Magistratura o la precipitada y corrupta ley mordaza (o de Medios).
Santo Tomás de Aquino establece al respecto en su Suma Teológica, que las leyes son injustas si son contrarias al bien común o si la distribución de las cargas es desigual (presupuestos cabalmente cumplidos aquí). Y que sin esas condiciones “la ley es violencia tiránica y debe ser resistida”.
Agrega, por si hubiese alguna duda, que la ley injusta no es propiamente ley y que nadie está obligado en conciencia a su cumplimiento.
La tierra de los próceres de mente avanzada y dirigentes honestos, con vocación de servicio hasta el límite de la propia pobreza, cambió su paradigma a tierra de maleantes.
Como no podía ser de otra manera, también cambiamos educación, prestigio internacional, crecimiento productivo y opulencia financiera por el descrédito de ser un país cuasi delincuente, triste monigote agresivo que se junta con la escoria del planeta a rumiar resentimientos y robar a los suyos.
No es casual que seamos la sociedad con mayor número de psicólogos per cápita y que dos tercios de nuestra población se encuentren empantanados en una inmadura creación destructiva. En lugar de apoyar la destrucción creativa que significaría la adultez de barrer a maleantes e ineptos volviendo a liberar, como nuestros mayores, la potencia creadora de cada argentino.
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