Octubre 2009
La Iglesia y muchas otras organizaciones solidarias claman por el “combate contra la pobreza” como verdadera prioridad nacional.
¿Quién podría estar en desacuerdo? El flagelo de la desnutrición, la deserción escolar por miseria, la desesperanza como madre de delincuencias o la degradación de dignidad y autoestima que conlleva la indigencia son gravísimas realidades de esta Argentina que, en su oportunidad, elegimos deconstruir.
Sin perjuicio de ello, la lucha de los periodistas contra la Ley de Medios, la de los hombres de la agroindustria contra los impuestos expropiatorios o la de los juristas contra el Consejo de la Magistratura, no deben considerarse como “distracciones” sectoriales que restan energía al más urgente combate contra la pobreza. Esas y otras nobles luchas civiles coinciden en la prioridad señalada. Pero como mujeres y hombres de acción práctica denuncian, atacan y se oponen a iniciativas estatales que son las génesis de esa pobreza que nos ahoga. Prefieren embestir contra las causas de que el sistema que nos rige sea una fábrica de hacer pobres… además de seguir paliando desde la retaguardia sus interminables efectos.
Los gobiernos de las últimas décadas se distinguieron por su esfuerzo en intentar un gran asistencialismo bajo múltiples formas. Y en paralelo para solventarlo, una cada vez mayor presión impositiva y reglamentaria sobre el agro, la industria, el comercio y los servicios. Sobre los que crean, distribuyen y multiplican la riqueza en nuestra sociedad.
Como sea, la transferencia de fondos bajo la forma de subsidios al consumo o de aportes directos en efectivo, fue enorme.
Aún dejando de lado lo que implica en el rubro corrupción un manejo semejante, la fórmula en sí debe ser revisada: el lamentable resultado-país que se presenta ante nuestros ojos, es prueba irrebatible de que avanzamos por el camino errado. Seguir apretando el torniquete de la asfixia sobre los únicos que pueden crear empleos y sueldos reales, es algo que sencillamente no sirve. Y que llama en forma temeraria a una rebelión fiscal, considerando que por atracos impositivos de menor cuantía de los que estamos teniendo aquí, Luis XVI, su familia y sus cómplices fueron guillotinados o Ceausescu y su mujer, fusilados en la plaza.
La solución al dilema excede el espacio de un artículo de divulgación, pero podríamos empezar señalando algunas verdades del más puro sentido común.
La idea clásica del asistencialismo (antes llamado caridad) era la de ayudar a los necesitados a ayudarse a sí mismos. Apoyando al beneficiario para hacerlo independiente y productivo sin pérdida de tiempo.
Conveniencias políticas de índole electoral han cambiado el enfoque de esta cuestión, llevándolo a equiparar asistencia con “derecho” y a equiparar ese supuesto derecho con oportunidad ventajosa de obtener un aporte permanente a costa de los demás. Se genera así un enfrentamiento crónico entre diferentes corporaciones (empresas públicas, industrias prebendarias, sectores económicos subsidiados etc.) o grupos de presión (piqueteros, desocupados, beneficiarios de “planes”, de viviendas cuasi gratuitas etc.) que pugnan ante los funcionarios por alzarse con los favores y dineros.
La alternativa sería, claro, una economía libre con fuertes aportes de capital privado, generando riqueza y empleos bien pagos en grandes cantidades. Creando un ambiente de ahorro y sana cultura laboral, para bajar los índices “de necesidad” a niveles civilizados. Cobrarían entonces importancia distintas organizaciones y nuevas formas de asistencia privadas (Cáritas, Red Solidaria, ONGs, fundaciones con desgravación impositiva, donaciones testamentarias particulares, cooperativas de trabajo etc.) relevando progresivamente al Estado de tales funciones.
Demás está decir que la eficiencia privada para hacer que cada peso llegue a su legítimo destinatario fue, es y será incomparablemente más efectiva que la del gobierno. Y mucho menos susceptible al cobro de “comisiones”.
Esto cambiaría la noción del “derecho” a la asistencia como amenaza constante sobre la producción del prójimo, perdiendo el merecimiento de auxilio quienes simplemente se nieguen a trabajar y pretendan usufructuar estos dineros en forma fraudulenta. O como decían nuestros abuelos, aquellos cuya condición se debe a la vagancia, los vicios, la imprevisión y el derroche.
Por definición, el dinero privado además de voluntario es limitado y está sujeto a auditorías más estrictas que el dinero malhabido del gobierno. Este último es virtualmente ilimitado en el sentido de que puede seguir extrayéndose por la fuerza de los sufridos contribuyentes sin coto aparente, tal como ha venido sucediendo en nuestro país.
Cierta saludable tendencia a una incomodidad creativa se hace necesaria, si pretendemos estimular una suerte de disuasión en lugar de seguir ofreciendo avivadas atractivas a los potenciales beneficiarios. Esto puede lograrse si la ayuda incluye condiciones “desagradables” (estricta contraprestación laboral, aceptación de empleo ofrecido, capacitación obligatoria, severas normas de responsabilidad parental etc.). Los recursos limitados, así, traen implícito cierto nivel de elegibilidad que impide el engaño por parte de quien no merezca ser auxiliado por el sacrificio ajeno.
Resulta claro para toda persona decente, que la mujer o el hombre que reciban asistencia de otros deberían considerarlo algo transitorio e indigno. Casi como pedir limosna por las veredas; y que el mero ofrecimiento de tal dádiva debería ser sentida casi como un insulto al respeto por ellos mismos.
Sí deberían exigir con toda justicia y firmeza, las condiciones de orden, garantías constitucionales y bonanza económica que les permitan ganarse honestamente la vida, acceder al confort de la modernidad y progresar por el propio esfuerzo sin tener que entregar bajo amenaza gran parte de lo obtenido, para que otros vivan de manera parasitaria.
El mensaje socialista es, en cambio, de una disolvencia inmoral. “Carenciados argentinos: no pierdan su gloriosa despreocupación, sus vicios espontáneos ni su naturaleza antisocial o agresiva. Sigan votando populismos. El Estado siempre les garantizará casa, comida, salud y educación nacional y popular a costillas de otras personas”.
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