Julio
2013
Lo
que en la actualidad se entiende por “justicia distributiva” es solo el reverso
de la moneda en cuya cara anterior se
encuentra la “justicia retributiva”.
Para
la mayoría que gusta mirar la realidad sin girar la moneda, es decir para
quienes se centran en el “recibir” pasando por alto las implicancias del “dar”,
los impuestos son la herramienta adecuada para ser y (sobre todo) parecer una
sociedad justa en aquello que se supone más importante o urgente: lo
distributivo.
Esta
tan “justa” visión implica, empero, esconder bajo el poncho algunas incómodas
aceptaciones. Veamos.
¿Alguno
de nosotros acepta el principio que habilita a ser propietario de otra persona,
como podríamos serlo de una vaca o de un automóvil? Desde luego que no. Nadie
tiene derecho a poseer ni por tanto a
usar contra su voluntad a otro ser
humano. ¿Puedo ser propietario en parte (copropietario) de una casa o de un
caballo? Eso sí. ¿Y acaso propietario en parte de alguna mujer u hombre? Otra
vez no. De ninguna manera. La única propiedad válida de personas sigue siendo
la instituida hace siglos por el liberalismo: la propiedad sobre uno mismo. Está
claro que las demás personas nunca
son equiparables a animales; mucho menos a objetos. Lo contrario sería volver a
aceptar el principio que habilitaba la esclavitud.
Cuando
una parte de la sociedad opina (y vota) en favor de un gran Estado
paternalista, lo que hace en verdad es contratar a algunos profesionales
(políticos) para que se apropien de parte de las actuaciones de otras personas,
se queden con un porcentaje y distribuyan “paternalmente” el resto.
Quitar
a alguien parte del resultado de sus trabajos o acciones es apoderarse de parte
de sus horas. Para aplicarlas luego a aquello que los políticos decidan sin
importar la opinión de quien las trabajó. Lo cual constituye, sin duda, una
clase de trabajo forzado.
Aunque
esos mismos votantes se negarían a forzar a trabajar part-time para la
comunidad a quienes (por la razón que sea) no trabajan.
En
efecto: pareciera no ser moralmente válido apoderarse, por ejemplo, del tiempo
libre de un vago, una hippie o cualquier residente sin empleo ni inscripto en
la Impositiva, sometiéndolos a alguna clase de trabajo temporal forzado.
¿Tampoco lo será aprovecharse de las horas de ocio de los trabajadores que,
pudiendo hacer trabajos extras y ganar más, no los hacen prefiriendo relajarse?
Porque
quienes sí prefieren trabajar más y ganar dinero extra para ahorrarlo en lugar
de descansar, sí son sometidos en esas mismas horas extras a un trabajo forzado adicional
de tipo impositivo.
Algo
huele mal en Dinamarca ¿no? Sobre todo sabiendo por experiencia histórica que
es justamente más trabajo honesto y duro lo que crea riqueza social (de todo
orden y… ¡antes de impuestos!) para el conjunto. Quienes eligen producir más
con sacrificio personal, quedan así obligados al trabajo forzado en beneficio
de terceros mientras los que eligen en esas horas jugar fútbol, dormir o
planear negocios políticos parasitarios con sus amigos, no.
De
esta manera y a poco andar, la lógica distributiva dominante termina
desalentando la acumulación de capital comunitario. Restringiendo con fuerza lo
que laboriosos locales y foráneos podrían realizar, ahorrar, consumir y
reinvertir; es decir, multiplicar.
Pero
la grieta se torna boquete en la represa, cuando reparamos en que privar al que
produce de decidir sobre el destino de lo que esas horas de trabajo produjeron,
implica un derecho de propiedad parcial del político profesional sobre el trabajador
contribuyente. Los votantes individuales que dieron poder a su empleado público
son entonces copropietarios de
personas contribuyentes, quienes se ven reducidas -a todo efecto teórico y
práctico- a la condición parcial de esclavos. Una posibilidad negada enfáticamente,
por aberrante, algunas líneas más arriba.
No
puede negarse que la filosofía moral (no robar, no esclavizar, no vengarse,
etc.) marca los límites de la filosofía política. Lo que la gente puede y no
puede hacerse entre sí limita lo que
puede hacer a otros utilizando como arma el aparato represor de una república.
Siguiéndose
de suyo que lo que es válido para las “horas extras” es válido para el total de
la fiscalidad coactiva, tornando inmoral y por tanto limpiamente repudiable al Estado que base su accionar distributivo en
este tipo de execrable violencia esclavista.
Cuando
afirmamos que nuestra Constitución de 1853 es sabia, lo hacemos basados en la
virtual anuencia ciudadana a su “Contrato Social”, lograda en aquellos días
mediante la interpretación veraz de su espíritu cual es la prescripción de un modelo de Estado Mínimo, ese sí, moralmente
válido.
La
diferencia con el Estado multi-opresor de hoy estriba en que este viola el derecho de la gente de no ser
forzada a contribuir en cosas que le repugnan, mientras que una autoridad
limitada a las funciones de aplicación de justicia en el cumplimiento de
contratos, de efectiva seguridad frente a toda amenaza, robo o fraude y
subsidiaria con inteligencia práctica en lo demás, no lo viola. Porque se trata de un modelo de Estado donde algunos
pagan efectivamente más, sin ser forzados, para que los menos afortunados puedan
ser protegidos -por lógica y por ética pero además por directa conveniencia de
mercado- junto con ellos mismos, siendo entonces distributivo sin menoscabo de la justicia retributiva
(la primera cara de la moneda).
Nuestros
convencionales no eran tontos. El audaz ensayo de libertades públicas con
individuos que no pudiesen ser usados como esclavos, que prometía colocar al
pueblo argentino por encima de casi todos los demás, nos elevó durante 80 años.
La decadencia que siguió fue el justo castigo
por ceder a la inmoralidad de Estado.
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