Agosto
2013
Una
convención puede ser superada con sólo concebir hacerlo.
Por
caso, es convención aceptada que el Estado sostenido por los impuestos de cada
individuo brinde a cambio de ello, en primer lugar, protección para su vida y
propiedad.
También
es parte de la misma convención que con esos tributos subsidie luego las
penurias evidentes de muchos conciudadanos, así como de empresas públicas
deficitarias.
Impuestos
coactivos -siempre cobrados por la fuerza- que cuestan a cada argentino más del
50 % de sus horas anuales de trabajo (recordemos que antes de la década K, en
tiempos de Duhalde, dicha succión giraba en torno al 22%).
Pocos
reparan sin embargo en que estas convenciones de aceptación de la existencia
del Estado, reposan en una gran contradicción: la de una organización “expropiadora-protectora”.
¿No
es eso, acaso, lo que se entiende por mafia? Expropiar bajo amenaza para luego
proteger a su criterio; bajo sus códigos.
Organización
que por añadidura produce cada día menos protección a vidas y propiedades con
cada vez mayor expropiación tributaria.
Lo
que supone un debilitamiento de la parte creadora y reinversora de la sociedad,
generador a su vez de las penurias y pérdidas antes mencionadas… a subsidiar por
el político “solidario” de turno.
Una
progresión en espiral producto de la
continua devaluación normativa del concepto
propiedad, recorte “legalizado” por congresistas y jueces que viven de ese
Estado y dependen para su progreso del flujo de esos mismos impuestos, claro.
Círculo
vicioso propio de cavernarios, en un mundo que ya demostró -a un
altísimo costo- que propiedad privada y bien común no son conceptos inversa
sino directamente proporcionales.
La
falsa idea de que un improbable Estado-no-mafioso tenga justificación,
configura el hilo conductor de nuestro laberinto de opresión y robo, que es el de
millones de vidas arruinadas a lo largo de más de 8 décadas de mito socialista
en la mente popular. O lo que es igual, de aval electoral a los irresponsables ataques
contra la propiedad que jalonan el declive argentino.
¿Por
qué creemos que esta contradictoria convención (la de aceptar la autoridad de
una mafia) es la mejor solución para las tareas de las que hoy se encarga el
gobierno (tan mal, a tan alto costo, atropellando tantas sensibilidades, tantos
derechos civiles, penales y humanos)? No la es. Y deberíamos superarla,
arrojándola al más profundo de nuestros retretes mentales.
Se
nos dirá entonces ¿de qué sirve evolucionar en sentido libertario hoy, para no
ser más que una gota de color en el océano estatista? Y sin embargo ¿qué es el
océano sino multitud de gotas interactuando?
Además
está la íntima satisfacción de conciencia, tanto moral cuanto intelectual de
saberse en la posición correcta y más útil al interés general, sin aceptar jamás que el fin justifique los medios ni
importar hacia dónde corra la jauría.
Una
sensación tentadoramente agradable para otros muchos estresados de conciencia (y
de bolsillo) que, sin saberlo, necesitan caminar en silencio hasta el límite
del desierto para luego, sí, sumergirse en el gran océano turquesa de las
libertades.
Demás
está decir que los pensamientos racionales, el libre albedrío, la sacralidad de
la persona y el absoluto respeto de lo ajeno suelen ser en nuestra actual “era
del simio” lugares inhóspitos y solitarios. Aún así, hay que quedarse en ellos;
sabiendo que “los pobres cosechan lo que
los intelectuales siembran”.
La
convención de que el Estado es una institución salvadora y necesaria debe ser
desechada por falsa, cosa tan fácil
de hacer como lo es el simple hecho de concebirla.
Siendo
acto seguido nuestro deber cívico más elevado, promocionar a dirigentes
democráticos convencidos de que la mayor preocupación de un gobierno consciente
del futuro, debería ser acostumbrar poco a poco al pueblo a prescindir de él.
El
viejo mito socialista inculcado en la mente de los sencillos afirma que el
beneficio de la mayoría está en dar a cada quien según su necesidad, tomando de
cada cual según su capacidad.
Pero
la “efectividad conducente”, lo que sirve de verdad al bienestar social (siempre
no-violento), pasa por otro lado según lo demostrara racionalmente el filósofo
norteamericano Robert Nozic (1938-2002): dar a cada quien según lo que
beneficia a otros, que tienen los recursos para beneficiar a aquellos que los
benefician.
La
distribución de acuerdo con el beneficio para quienes arriesgan, invierten,
lideran y crean es pauta principal de toda sociedad exitosa y la condición de
esa cooperación sistemática del asalariado es que el que la da reciba la máxima porción de resultado de manera
tal que, si tratase de recibir más, acabaría recibiendo menos.
Es
la nueva economía del conocimiento potenciando la eficiencia dinámica de la
función empresarial (incluida la coordinación social voluntaria) lo que nos
salvará. Es la competencia entre un
gran número de emprendedores sin grilletes lo que beneficiará en todo sentido a
la gente buena y trabajadora. ¡Deberíamos temerle a la pobreza, no a la
riqueza! Al funcionario frenador, no al empresario.
El
desastre que tenemos ahora, ese sí, es el resultado cierto de todo lo que no debimos
(ni debemos) apoyar, cual es la existencia misma de un ente paternalista,
mafioso, ignorante y golpeador.
Nunca más el monopolio del Estado con sus
funcionarios haciéndose ricos, su corte de vividores, su capitalismo de amigos
y su socialismo de masas subsidio-dependientes. Nunca más con sus sindicalistas
corruptos, su despilfarro crónico y -para enmascarar todo lo anterior- su
demencial robo tributario.
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