Octubre
2013
Los
convencidos de que la democracia constituye el puerto de llegada y el “fin de
la historia” en cuanto a innovaciones en busca de la mejor forma de organización
social, gustan remontar la prosapia de su sistema a la antigua Grecia.
Una
democracia que operó entre los años 510 y 322 a. C y que de elecciones secretas,
obligatorias o universales tuvo poco.
Por
caso, el derecho de voto se limitaba a los ciudadanos varones. Donde en el
apogeo de la propia Atenas, una ciudad de más de 200 mil habitantes, eran menos
de 30 mil los hombres en posición de votar de los cuales más de la mitad no lo
hacía por motivos de ocupación y distancia. Y donde el resto eran esclavos o,
en mucha menor medida, mujeres libres y residentes de distinta procedencia sin
derecho de sufragio.
Con
algo más del 7 % de electores sobre el total de la población, entonces, la
Grecia clásica evolucionaba bajo lo que describiríamos como aristocracias u
oligarquías. Gobiernos electos por una élite ilustrada sin tomar en cuenta la
opinión del 93 % restante. Como los que nuestra Argentina tuvo entre los años
1853 y 1916 d. C.
Algo
que no obstó a los helenos para convertirse en paradigma universal de
civilización, cuyo decálogo filosófico y método científico son considerados la
génesis del pensamiento y la tecnología que hoy marcan el ritmo vital del
planeta.
Pero
hay algo más interesante aún en el ejemplo griego: la historia política de esos
188 años que iluminaron por vez primera a la humanidad es la de comunidades totalmente independientes;
por lo general pequeñas ciudades con pocas hectáreas de tierra a su alrededor. Grecia nunca constituyó una nación: sólo
se trató de personas con la misma lengua y religión, distribuidas en un gran
número de Ciudades Estado unidas (o no, según las circunstancias) por
cambiantes acuerdos de mutua conveniencia.
Antecedente
notable que cierra un círculo histórico de 2.500 años, llegando hasta lo que en
esta segunda década del siglo XXI se entiende llanamente por democracia: un
método estable para que la mayoría menos creativa pueda confiscar la porción
que considere conveniente de lo producido por la minoría más creativa, para
repartírsela entre ellos. Un final de viaje más que evidente, advertido en su
momento por el propio Sócrates.
La actual tendencia a la formación de Ciudades Estado donde poco a poco puedan agruparse (física, virtual o económicamente) todos quienes se sientan atropellados en su libre albedrío por una mayoría con la que no están de acuerdo y a la que no desean financiar, cierra de algún modo aquel círculo evolutivo.
En
efecto, es de esperar que muchas actuales ciudades y regiones con posibilidades
de autosuficiencia por intercambio global sigan en décadas próximas el camino
independista -al estilo griego- trazado por
metrópolis como Singapur, Mónaco, Hong Kong, San Marino, Macao, Liechtenstein u
otros sitios de pocas hectáreas pero gran poderío y bienestar popular, donde la
sociedad abierta y el progreso imperan de la mano del respeto a los derechos de
propiedad.
Como
también podría esperarse el surgimiento de enclaves plenamente socialistas.
Ciudades Estado donde se haga realidad un igualitarismo voluntario, para todos los que deseen distribuir el producto de su esfuerzo
con el resto de sus camaradas ciudadanos.
Hoy,
quienes se atreven a pensar haciendo abstracción de herencias ideológicas y
resentimientos histéricos, con la mira puesta en mejorar en serio la condición de los desfavorecidos, observan que la
democracia sigue siendo lo que siempre fue: negocio
de élite.
En
nuestro país, de una oligarquía no-ilustrada de políticos ladrones, empresarios
cómplices y sindicalistas corruptos mucho más ocupados en acrecentar sus
fortunas malhabidas y su impunidad judicial que por servir honradamente a la
sociedad que los sostiene.
Una
sociedad de la que se sirven y de la que ríen en sus barbas. Una a la que
mantienen entre la ignorancia y la pobreza mediante golpes de demagogia y limosnas
de subsistencia; tal es su negocio.
Pero un pueblo responsable también de haber colaborado con votos en favor del parasitismo: entre muchas otras formas a través de más empleo público (usado como subsidio de desempleo), más intereses creados (con estatutos de privilegios supra constitucionales), de millones de abonos clientelares sin contraprestación o de innúmeras pensiones concedidas sin mediar aportes previos. Ciudadanos comprados con “derechos” que para hacerse efectivos deben violar, cada vez, derechos anteriores de otras personas. Un paso adelante y dos para atrás, consolidando en cada comicio el declive nacional.
Un necrosamiento inducido del tejido social que puede verse incluso en la zona euro, donde el nivel de exacción, regimentarismo y gasto de sus social-estatismos es de tal magnitud que frena la inercia de sus otrora poderosas economías. El crecimiento de su producto es muy inferior al de las Ciudades Estado capitalistas y sus índices de deuda y desocupación, extraordinariamente superiores. En especial, claro está, con el desempleo juvenil en tanto clave de toda una tendencia de futuro: basten como ejemplo los de Francia (26,5 %), Italia (40,5 %), España (56,4 %) o la misma Grecia (62,5 %).
Jóvenes
migrantes laborales, auto-exiliados fiscales y multitudes indignadas en muchas
ciudades podrían estar tejiendo un entramado diferente. Uno mucho mejor para quienes crean
trabajo, deseosos de hacer un corte de manga a la actual mafia estatista; a
sus oligarcas, a su cavernaria violencia impositiva y a sus parásitos vitalicios.
Sólo parte de un largo camino de liberación en cuyo horizonte pueden ya leerse dos palabras que harán historia durante los próximos 25 siglos: capitalismo libertario.
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