Noviembre
2013
La
presión tributaria ha llegado en Argentina a su mayoría de edad. Quedándose el
Estado con más de la mitad de todo lo que somos capaces de producir, es hoy una
de las más altas del mundo.
El
enorme peso de los impuestos sobre el quehacer económico se ha consolidado como
uno de los dos principales frenos al
desarrollo del país. El otro es un kafkiano intervencionismo, que asesina
nonata nuestra gran capacidad para generar nueva riqueza innovando.
El
Estado no sólo no ayuda. Estorba. Y mucho.
Hace
poco más de 3 generaciones la economía argentina era mayor a la de toda
Latinoamérica sumada y avanzaba, descontando terreno a las 5 o 6 potencias
mundiales que todavía nos superaban. Nos gobernaba el liberalismo. El respeto a
la propiedad ajena era norma.
Hoy,
sólo Brasil ¡nos supera en más de 5 veces! Nada
cabe agregar: quienes siguen votando progresismos
deben ser conscientes de que su voto… es una puñalada en la espalda de la
patria.
El
lucro cesante y el daño emergente que sobre los más pobres ha resultado del
largo peregrinaje populista de 3 generaciones hacia esta situación, es algo
inconmensurable.
Difícil
de cuantificar, por lo monstruoso. En sinergia social perdida y en bienestar
del que no disfrutaron los que ya murieron durante el proceso. En ventajas de
las que no disfrutaremos quienes vivimos y aún los no nacidos, hasta tanto el
actual camino de sobrecarga estatista pueda ser desandado.
La
historia económica del mundo nos ha enseñado que “quien las hace las paga”. Y
también que lo que está mal que haga uno, sigue estando mal cuando es hecho por
una mayor cantidad de personas. Es decir, que las normas éticas o morales no
varían conforme la opinión mayoritaria (ni se eluden así los costos de su
violación).
Observémoslo
ahora desde otro ángulo: si alguien se abstiene de comprar algo a un tercero,
no viola ningún derecho de esa persona. No violamos derecho alguno de la
comerciante equis al decidir no comprarle, por ejemplo, un reloj cualquiera que
sacó de la vidriera y que acaba de mostrarnos.
No
puede obligarnos a salir de su local con el reloj y a continuación enviar a su
personal de seguridad a quitarnos el importe de su costo en la calle y por la
fuerza. La norma de sentido común que indica que eso está mal no variaría, si
en lugar del comercio de marras se tratase de, por ejemplo, los tres representantes
de muchas decenas de comerciantes agrupados en un shopping quienes nos hicieran
arrojar al estacionamiento, para luego cerrar las barreras y despachar guardias
armados a efectuarnos el cobro.
De
generalizarse, habríamos perdido la libertad
de opción sobre algo que necesitamos y para lo que, incluso, tendríamos cierta
capacidad de pago, debiendo en lo sucesivo llevar lo que otros quieran elegirnos
y darnos (“el” reloj, en este caso).
Aceptar
tal regla general de no-opción sería de gran beneficio para el sub grupo de los
comerciantes. No tardarían en alcanzar un acuerdo de Cámara para anular toda
competencia y ajustar hacia arriba los precios hasta obtener la ganancia
deseada. Para repartirse el mercado minimizando el riesgo patrimonial, la
innovación y el costo financiero de mantener un buen stock de mercadería.
Votándolo
o no; en las urnas o en el Parlamento; más allá o más acá del espíritu o de la
letra constitucional, nos referimos a un sistema de mercado cautivo de poco costo para el sub grupo y que lo colocaría
en situación de privilegio monopólico con respecto a todos los demás sub
grupos.
Esto
que parece en lo absoluto totalitario e inaceptable es precisamente lo que
sucede hoy, aquí mismo y a gran escala.
Se
trata del sub grupo Estado, tan promiscuo y simbiotizado en nuestro derredor que resulta difícil de visualizar con
objetividad.
Un
gobierno omnipresente que devora más de la mitad de nuestro esfuerzo y que nos
entrega lo que él decide (muy poco, muy malo y muy tarde), es un cachetazo a la
dignidad de los 44 millones que lo bancamos. Más aún si esta actividad estatal
“de entrega” beneficia a quienes la comandan, a sus parientes, testaferros y
amigos. Peor aún si la escala de ese abuso de poder es enorme, descarada ¡e impune!
Golpea
duro nuestro sentido común sufrir rutas llenas de pozos donde desde hace
décadas deberíamos tener autopistas; calles y caminos de tierra donde
deberíamos tener pavimento; trenes obsoletos donde deberíamos tener redes
ultramodernas de pasajeros y cargas; playas barrosas y basurales donde
deberíamos tener grandes puertos y estaciones aéreas; educación y salud
públicas de cuarta cuando deberíamos estar proyectando a nuestros jóvenes a la ciber-igualdad
de oportunidades y a nuestros pensionados a un retiro de vidas largas y sanas,
pleno en comodidades a nivel del siglo XXI. Listado de necesidades básicas insatisfechas
(y perfectamente posibles) que podría extenderse por hojas y hojas.
Indigna
que para enriquecerse dándonos espejitos de colores, este sub grupo nos cobre bajo
amenaza, por la fuerza bruta cual si fuésemos sus esclavos y a precio de oro
todo aquello que jamás elegiríamos. Como la comerciante del reloj trocada
presidente o los 3 representantes del shopping en ministros, legisladores y
jueces.
Colman
nuestra paciencia cuando, además, succionan nuestras horas de dura labor para
financiar a hordas de vagos y atorrantes con “derechos” vitalicios y
hereditarios a lo que de ningún modo se ganaron. ¿Sabrán que el ingreso no se
redistribuía sino que se ganaba,
cuando nuestro país iba camino de ser superpotencia?
Por
abusos mucho menores guillotinaron al rey de Francia y a sus oligarcas,
vampiros del esfuerzo ajeno como son aquí la casta política, los empresarios
cortesanos y otros oportunistas, todos auténticos cipayos y vendepatrias que
hicieron de aquella gran Argentina la cueva de ladrones y hazmerreír del
planeta, que es hoy.
El Estado estorba y somos millones,
sin duda, quienes aguardamos un duro y correctivo
Nürnberg (o Juicio de Núremberg) criollo.
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