Diciembre
2013
Dicen
que la historia, como las mujeres, siente debilidad por los bribones y que su
forma de manifestarlo es repitiendo la secuencia que comienza haciéndonos
gobernar por un rey, para pasar luego a serlo por la aristocracia y finalmente
por una democracia, que degenera a su vez en la consabida dictadura.
Nuestra
actual cleptocracia con dictadura de primera minoría podría ser -con algo de
suerte y perspicacia- la fase preparatoria de un cambio de fondo que impidiese
repetir una vez más el ciclo, si es que (como parece) nuestra dictadora no
logra reiniciarlo como reina.
Podría
no ser ineluctable el ser usados; manejados siempre por bribones rodeados de
aduladores oportunistas.
Sucede
a veces. Como nos lo muestra la misma historia en el caso de Foción, un
estadista probo y muchas veces reelecto en la antigua democracia griega. Cuando
alguna de sus alocuciones en la Asamblea era ocasionalmente interrumpida por
aplausos, preguntaba sorprendido: “¿Acaso he dicho alguna estupidez?”.
Simular
confiar en el simple criterio del mayor número como respuesta racional a
problemas de gran complejidad es por lo menos peligroso; sobre todo en nuestro
país, con nuestra experiencia y tras haber oído hace muy poco al erudito M.
Aguinis recordándonos la “casualidad” de que la única palabra que puede
formarse con todas las letras de argentino
sea… ignorante.
Desde
luego, la patria de nuestros ciudadanos pensantes es -como decía A. Einstein-
el mundo y la integración tecnológica, la multiculturalidad enriquecedora y el
mercado global como objetivos, nuestro destino (y desafío) manifiesto. Fueron pilares
del ascenso argentino hace un siglo y su demolición ignorante, causa de nuestra
decadencia al bloquear a los desaventajados sus oportunidades de inclusión en
el progreso. ¿Cómo volver a ser inclusivos?
Las
expectativas, los sentimientos o la simple intuición sobre un candidato, sin la
base de cierta sabiduría social (agravada hoy tras muchas décadas de
des-educación pública) son definitorias. Tienen una gran importancia, que no deberíamos
subestimar dentro del mal sistema que
nos ata, mas no son suficientes para reencauzar nuestro destino colectivo. El
uso casi exclusivo de estas pulsiones a la hora de votar es un camino que
conduce al pronto desencanto de una enorme cantidad de argentinos, obligados a
tolerar graves incorrecciones con las que no comulgan en absoluto y peor aún a colaborar
con ellas, financiándolas a punta de
pistola.
Más
y más gente empieza a darse cuenta de que quienes conducen el Estado, en su
desesperada búsqueda de legitimidad para seguir con el forzamiento intentan
unirnos en su torno agitando banderas e inventando amenazas exteriores, perentorias
colaboraciones “solidarias” o reyertas entre sectores productivos. Calamidades
que no tendrían lugar (o se verían minimizadas en proporción de 10 a 1) si
ellos mismos dejasen de estorbar al capital de riesgo y a la gente emprendedora,
quitándose de en medio.
En
lento peregrinaje, vamos dejando de ser nación. Se estrangula en millones el
deseo de vivir juntos que la define y cuando este se pierde, no hay política
que pueda sustituirlo.
Un
deseo que flaquea, tras recordar que una institución es eficiente cuando el
servicio útil que brinda es mayor al costo que representa. Supuesto que nuestra
institución Estado nacional no cumple
ni remotamente desde hace más de 7 décadas.
Y
tras comprobar que el declive institucional
argentino está hoy bien consolidado en casi todo el arco político bajo la
admisión (cobarde, injusta, falsa) de que existiendo por parte de los grupos
beneficiarios de este sistema, resistencia a modificarlo, el costo (principalmente
político) de hacer las cosas bien (aún con beneficio para los más) sería mayor
que el de seguir haciéndolas mal.
Cosa
que no sucede sólo aquí, claro, y que explica porqué las sociedades rara vez
logran progresar de un modo lineal; menos aún sin sufrir.
A
más de sugerirnos la clave para que nuestro pueblo sí lo logre, aventajando al resto. Volteando el
“arreglo” estatista anti propiedad privada, muy conveniente para quienes nos
parasitan; como ocurre hoy con el nuevo
peldaño violatorio de tales derechos, que se cuela de varias maneras en el
proyecto oficial de Código Civil, retroceso con el que gran parte de la
oposición (¡cómo no!) simpatiza.
Inclusión
social y propiedad inviolable van de
la mano, por más que a la mayoría le disguste admitirlo. Ya que al proteger con
firmeza constitucional este derecho asegurando al legítimo dueño el goce del
beneficio más íntegro posible de lo creado y producido (algún día, idealmente,
todo), la sociedad se asegura un aumento exponencial de las inversiones, del
producto nacional y de las oportunidades de bienestar para todos y cada uno de
sus integrantes.
Un
giro mental de 180º que tendrá lugar cuando los representantes de la mayoría
asuman que los beneficios de tal seguridad jurídica superan los costos de
seguir acotándola.
Representantes,
por otra parte, beneficiarios del “arreglo” que terceriza tales costos violando
propiedad privada a través, por ejemplo, del ahorcamiento impositivo de los
-aún- no parásitos.
En
tanto propiciamos el cambio de fondo (una poderosa sociedad cooperativa y libertaria de gran
riqueza general, trabajadora y respetuosa de sus contratos sin el estorbo de un
Estado ladrón) deberíamos dar apoyo efectivo a quienes proponen dejar de frenar con tantos impuestos (más
del 80 % de su renta) al agro, nuestro sector con mejor capacidad de reacción.
Produciendo y exportando más se incrementarían los ingresos regionales, con
ampliación de sus mercados y con crecimiento de industrias subsidiarias y
residentes. Así, agregando valor a lo producido y sirviendo mejor a los locales
florecerían las áreas urbanas del interior, traccionando mayores inversiones periféricas
en educación e investigación.
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