Febrero
2014
Todos
conocemos a muchas buenas personas, pudientes o no, que defienden las ideas del
Estado Benefactor, de la redistribución solidaria del ingreso y del altruismo
socialista. Se trata de las mismas que, sabemos bien, utilizan toda su
inventiva y experiencia para evadir al máximo posible su colaboración
impositiva con tales ideales.
Individuos
que una y otra vez votan “izquierdas” embarcándonos a todos en su viejo crucero
“Utopía Criolla” pero que son los primeros en negociar ventajas con la
tripulación, bajarse en el primer puerto o acomodarse en las lanchas salvavidas
cuando el paquebote (cada diez años, año más, año menos dependiendo del viento de
cola) finalmente naufraga.
Y
todos sabemos muy bien, finalmente, que el social-estatismo genérico que
disfrutamos desde el ‘45 trata mucho más de los políticos y otros caciques
sociales protegiendo sus privilegios corporativos que de una frugal, inteligente
administración pública 100 % orientada al explosivo
crecimiento nacional que necesitamos.
Pareciera
deporte nacional de esta gente, por cierto, el “hacerse los tontos” y fingir que
tips tan propios de su sistema como
los que alimentan la violencia
estructural de nuestro Estado, no lleven a ampliar los ya tremendos desniveles
y empobrecimientos sociales superpuestos… de anteriores experiencias
populistas.
Hablamos
de la acumulación sedimentaria de legislación amañada y del acceso a la
influencia política a través del poder económico malhabido. De la manipulación
de reglas electorales y del clientelismo explícito. Del ahorcamiento y control
de los medios o de la utilización de los servicios de inteligencia y de acoso
impositivo a modo de garrotes “correctivos” contra la disidencia y la denuncia,
entre infinidad de otras modalidades bárbaras de control, sometimiento y
expoliación.
Hablamos
del Estado subsidiador que acciona desde hace más de siete décadas (“tontos”
aparte y a la izquierda por favor), no como atenuador sino como garante
de las peores desigualdades.
Mas
no se trata de tontos y tontas quienes esto avalan una y otra vez con sus votos
sino, sencillamente, de personas falsas
y violentas.
Aunque
en su exterior semejen abuelas de sonrisa beatífica, jóvenes ambientalistas
solidarios, pacientes asalariados siempre respetuosos o padres de familia de
mediana edad, profesionales y educados.
En
oposición a esta nefasta violencia estructural facilitada por tantos millones
de -supuestas- buenas personas, la vivencia cotidiana social y de intercambio
de cualquier barriada o villa nos muestra multitud de ejemplos de modos de acción informal, operando
solidarios por debajo de la línea del radar estatal (siempre forzador,
burocrático y costoso). Entramando un mutualismo real, amistoso y sin
jerarquías, que pone en evidencia la empatía natural de la mayoría de las
personas en sus espacios de libertad. Simples relaciones transitorias de
cooperación y coordinación espontánea.
La
vida diaria de relación en los pueblos y los barrios funciona de hecho gracias
a estas redes humanas espontáneas, familiares y de contención; de condena y
premio social. Mujeres y hombres que pueden ser ignorantes de la teoría
libertaria pero que actúan -sin costo para terceros- en esta realpolitik de base, bajo normas de
libre asociación y cumplimiento: de no-violencia práctica.
Como
bien observaba Colin Ward (libertario e intelectual británico, 1924 – 2010) “lejos de ser la visión conjetural de una
sociedad futura (con poca o ninguna violencia estructural de Estado), es una descripción de un modo de
experiencia humana en la vida diaria que opera codo a codo con, y a pesar de, las tendencias autoritarias dominantes de nuestra sociedad”.
Incluso
el trabajo en oficinas, obradores, comercios, fábricas o campos se hace merced
a entendimientos informales y a pequeñas improvisaciones eficaces, ajenas a los
“dictum” y “peajes” estatales. Porque la realidad de nuestra naturaleza nos
impele a un tipo de orden de sentido común y conveniencia general, no
discriminatorio, mucho más libre, plural, respetuoso del modo ajeno, complejo y flexible… que el impuesto por
la fuerza de las armas del gobierno.
En
verdad, todo Estado autoritario (y no existe otro tipo de Estado) tiende
fatalmente a anular el desarrollo de la responsabilidad
personal y de las iniciativas naturales que surgen de la cooperación
voluntaria, en aras de su propio régimen contra-natura de cooperaciones
coactivas (impuestos mediante) apoyadas en irresponsabilidades masivas (voto
secreto mediante).
Cuanta
más planificación centralizada y regulación limitante aplique sobre el ámbito
privado, más en evidencia queda la clase política de ser el gran parásito de
todos aquellos procesos informales que su modelo no logra englobar, que no
puede crear, controlar ni sostener… y sin los cuales no podría existir.
Las
instituciones argentinas moldeadas voto a voto por estos “altruistas” -está a
la vista- acabaron siendo motores de
exclusión. Y como no podía ser de otra manera, favorecieron a grandes
empresas y oligopolios en detrimento del pequeño comercio, la agricultura
familiar y el mediano emprendimiento en general por la simple razón de que las
primeras permiten a los (y las) burócratas un más fácil control con vistas a la
succión tributaria. Los amplios bolsillos de grandes holdings privados les aseguran
además el acceso a transas personalizadas, “retornos” y puestos, más tarde, en
sus consejos de administración (corrompe, subvierte y vencerás).
Nada
tienen los libertarios contra la gran empresa; al contrario.
Sí
contra el intervencionismo rampante que coloca en situación de desventaja,
asfixia o quiebra a su competencia; al innovador, al negocio familiar,
asociativo o mutual de riesgo y esfuerzo.
Sí
contra la muy costosa administración de una violencia estructural frenante…
financiada a través de agresión impositiva.
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