Abril
2014
Para
cualquier demócrata de la vieja escuela, el ítem más importante del edificio
político, aquello que da sentido y justificación a su fe democrática, es la
esperanza real de ubicar en los principales puestos públicos a las mujeres y
hombres más aptos.
Entendiendo
por demócratas de la vieja escuela a las personas dispuestas a exigir de sus
referentes el cumplimiento no sólo del mandato representativo de nuestra Constitución sino también del federal y sobre todo del republicano, con todas sus normas de
respeto a la división de poderes y a las minorías disidentes, efectivizadas a
través de la más decidida protección al derecho de propiedad en todas sus
formas, como base ineludible de las libertades civiles y económicas, sustentadoras
a su vez tanto del crecimiento como de las seguridades personales.
Una
concepción ética de la política que se encuentra en abrumadora minoría dentro del
pensamiento y el voto argentino ya que es sabido tanto por antecedentes como
por declaración de intenciones, que ni el radicalismo ni los peronismos ni ninguno
de los demás socialismos adhieren (ni de forma ni de fondo) a estos conceptos:
la prosperidad popular resultante de instituciones inclusivas acabaría poniendo
fin a sus privilegios corporativos. Ya no podrían vivir de la política, que
perdería atractivo para el 99 % de sus aspirantes ante la imposibilidad de
hacer las usuales diferencias a
costillas del prójimo; a caballo del leviatán estatal.
Y
es justamente a través de la negación o la relativización de tales mandatos,
logradas mediante el montaje “legal” de instituciones políticas y económicas de
tipo extractivo (no inclusivo), que la selección de “los más aptos” ha ido
tornándose en un fantástico cuento del tío. Porque, en efecto, el consenso
clientelar argentino funciona en modo
inverso a la búsqueda de los mejores. En modo cavernario, habida cuenta de
su anclaje en la violencia tribal.
Hoy,
tras más de 7 décadas de espasmódica deriva institucional hacia lo extractivo,
es casi imposible acceder al poder político sin ser un mentiroso consumado; un
hipócrita, falso y traidor a propios y extraños; un auténtico ladrón; oportunista
y cínico. Alguien de corazón duro, carente de vocación desinteresada de
servicio y con nula empatía global.
Sólo
los vanidosos ineptos, peleles útiles de gentes sin escrúpulos o ellos mismos en
persona como es el caso actual, tienen chances ciertas de montarse a lomos del
Estado, ese “monstruo grande que pisa fuerte”.
Está
a la vista: pagando calladamente sus agobiantes impuestos, aceptando su nefasta
“cultura tributaria” hemos propiciado el avance de la necrosis social, nutrida
en una melaza de “leyes” bárbaras. Mafiosas. Verdaderas minas antipersonal
contra inversionistas y emprendedores.
Porque
también está a la vista: la repetida opción opositora por el estatista menos
malo -el famoso “voto útil”- no tuvo otro efecto útil que el de conducirnos por
el callejón sin salida en que nos encontramos, en cuyo fondo siempre pudo
entreverse el letrero “decadencia” en luces de neón. Ha sido en la práctica, a
largo plazo, un voto cómplice.
Han
colaborado de este modo a que la ciudadanía quedase dividida en tribus:
intereses sectoriales que pujan salvajes por el favor del amo (o por convertirse ellos mismos en amos), en la esperanza de prevalecer sobre “el
otro”. Sobre el enemigo que casi
siempre termina siendo, tristemente, un compatriota luchando por su familia y
su trabajo con la melaza a la cintura, entre sus propias responsabilidades y
problemas. Cuando el problema no está en ese “otro” sino en que avalemos la
existencia misma de un amo (el verdadero enemigo) con tal poder discrecional.
Despertemos:
más allá del barniz con el que pretenda cubrirse, todo político “de izquierdas”
cualquiera sea su grado, es un autoritario sin remedio. Eterno reforzador de un
círculo vicioso de violencia extractiva que se retroalimenta en la pobreza clientelar,
la promoción de la ignorancia y el resentimiento sordo de quienes van comprendiendo
que dentro del sistema de saqueos que sus
elecciones nos impusieron a todos, quedó enterrado el futuro de sus propios
hijos y nietos.
Político,
líder, referente o burócrata que usualmente no es más que un incapaz afectado
de hiperactividad improductiva. Que sin haber trabajado con éxito en el sector
privado ni haber creado empleo productivo alguno en su vida pretende extraer por
la fuerza cuantiosa renta reinvertible a quienes trabajan, ahorran y crean,
para sostener su propia ventaja y para intentar “crear empleos” por alguna vía abstrusa,
minada de privilegios digitados y encallada en las inmadureces ideológicas de
su juventud.
Ciertamente,
un baño de realismo bajo la forma de una mirada más adulta a la política
vendría muy bien a la maloliente Argentina de hoy, donde tantos sufren tanto
por tan pocos.
Puede
que la “nueva” crisis moral que hoy arrecia sirva como disparador o laxante
mental para mucha gente de trabajo, partidaria aún del “voto útil”. Tal vez los
anime a levantar la mirada, como hicieron nuestros próceres, hacia un nuevo
horizonte de libertades (hoy apoyadas en el enorme, imparable poder libertario,
democratizante, cuestionador y libre-empresista de la tecnología informática de
redes) para dejar de mirar hacia atrás apoyándose en ideologías autoritarias.
Puede
que esta vez empiecen a considerar la opción “fácil” de dar su voto… al mejor.
A aquel que tenga no solo el prontuario limpio sino la misma y profunda fe en
el espíritu emprendedor de nuestros hombres y mujeres, que encarnara nuestra
Constitución liberal. Esa que un día y
por más de 70 años nos llevara al top ten
planetario.
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