Mayo
2014
Nos
sentimos perdedores frente a otros pueblos y declinamos como nación, porque
vivimos sin códigos. Bajo un contrato social (la Constitución Nacional) hueco;
vaciado de contenido en sus artículos esenciales. Contrato legal que a esta altura,
por cierto, no es más que letra muerta.
Transitamos
un proceso de viraje hacia la izquierda. Una deriva socialista casi
ininterrumpida, disolvente y decidida por mayorías, aunque al margen de todo
republicanismo. Una larga marcha anarco-populista que tuvo la virtud de
apearnos de nuestro destino de gran potencia, a partir de los años ’40 del
pasado siglo.
Cuando
el contrato social real de un país no
es capaz de evitar que un autoritario/a se haga con el poder; cuando no puede
impedir que cambie las reglas de juego y vulnere derechos de propiedad con el
fin de confiscar el ingreso (y hasta el capital) de los que invierten su esfuerzo
y su dinero (no importa con qué fin y siquiera en qué proporción; es
irrelevante); cuando falla en evitar que el gobierno dificulte los planes de
producción de los que crean o que se atente por defecto contra la vida (seguridad)
de quienes trabajan y de sus familiares, ese contrato de facto no sirve y debe ser denunciado. Entre otras razones, por su
inutilidad para promover los incentivos económicos necesarios para asegurar oportunidades
reales de elevación y de prosperidad para todos. Que es lo relevante.
Las
instituciones políticas y económicas derivadas de siete décadas de violación y
vaciamiento de nuestro contrato social original (con el guiño cómplice de
nuestras sucesivas Cortes Supremas que, al fin y al cabo, han sido parte
constitutiva del mismo Estado-Problema), deben ser hondamente modificadas o bien
abolidas y cambiadas por otras que sirvan.
Ellas
rigen nuestro desorden: instituciones de tipo extractivo (no inclusivo) que
tienen por finalidad la extracción de
rentas, propiedad de ciertos subgrupos sociales “pagadores” para transferirlas
a otros subgrupos “cobradores” entre los que se encuentra, naturalmente, la
corporación política que redacta las reglas acodada en la espectacular corrupción
a todo orden que le es inherente.
En
la Argentina actual los subconjuntos cobradores son, como cabía esperar, cada
vez más y los pagadores, menos. La sustracción impositiva a que nos estamos
refiriendo supera, para los que pagan, el 60 % de sus ingresos a nivel global,
aunque dicha quita se eleva a más del 80 % para el caso particular del
subconjunto agropecuario.
Es
obvio, aunque aún no para todos, que la riqueza de los pueblos se encuentra
desigualmente distribuida debido a las diferencias existentes entre las
instituciones que ellos mismos apoyaron o toleraron en sus respectivos países;
a las normas políticas y económicas que rigieron los incentivos que estimularon
a los individuos a esforzarse para estudiar, trabajar, ahorrar, invertir y
progresar, traccionando al resto de sus sociedades hacia arriba.
Pareciera
cosa sencilla, a primera vista, proponer a los votantes la opción de apoyar un
cambio hacia instituciones inclusivas. Que son las que protegen a los que
“hacen”; a los creadores, innovadores y emprendedores de la voracidad fiscal y
de los frenos burocráticos, tan discrecionales y favoritistas cuanto
contraproducentes.
Porque
es claro que necesitamos instituciones que incluyan a más y más personas -por generación
de más y mejores empleos- en niveles de ingresos más elevados. Con
posibilidades de acceso, a partir de allí, a una mejor educación, salud y
previsión social, privada o no, tal como ellos (y no un funcionario) lo
decidan; con mucha mayor capacidad de consumo y más libertad real de elección en todo sentido dentro de un mercado
libre y competitivo.
Instituciones
protectoras de la más amplia libertad de prensa, como alerta permanente frente
a la inevitable tendencia al autoritarismo y al robo gubernamental.
Instituciones que bloqueen su violencia extractiva hacia las minorías a través
de asegurar el imperio de leyes simples e igualitarias, que protejan en primer
término la vigencia absoluta del derecho madre, base y garante de todos los
demás derechos civiles y humanos: el derecho de propiedad.
Sin
embargo, los grupos vampiros
beneficiarios de la extracción (políticos profesionales, pseudo empresarios
protegidos, envidiosos, vagas y vagos absorbedores seriales de planes sociales,
sindicalistas corruptos, resentidos de toda laya etc.) siempre se opondrán al
fin de la succión; al mero arranque de los motores capitalistas de la
prosperidad.
La
destrucción creativa inherente al avance económico en bloque de la comunidad hacia
su madurez productiva no es conveniente al negocio vil de estas oligarquías
parásitas. Saben que la innovación tecnológica trae crecimiento global pero
para ellos, pérdida de poder (manejo de la miseria) e ingresos (manejo de las
influencias).
Se
trata de grupos temibles, hoy poderosos por su número o por la enorme fuerza
corruptora del monopolio estatal que los aglutina y clienteliza.
Los
succionadores de la sangre vital de nuestra nación, en tiempo real, están logrando
obstruir con éxito el desarrollo económico. Ese que de la mano de nuestras
ventajas comparativas podría sacar a muchos millones de la pobreza, llevándolos
a la clase media.
El
propio gobierno es hoy la mayor amenaza a los derechos humanos y al acceso a la
propiedad de los más, montando en forma deliberada la base institucional de una
economía atrasada.
Además,
el hecho de que otros subgrupos luchen por obtener el favor de o para
convertirse ellos mismos en parte de los extractores al comando del “monstruo
grande que pisa fuerte”, como sistema, genera una crónica inestabilidad
política. Y desde luego, económica.
Apoyemos
entonces la idea original de nuestros próceres, del respeto a la libre empresa
que nos llevó a la cima, votando sólo a quienes quieren cambiar este repugnante
modelo extractivo… de raíz.
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