Diciembre
2014
Ciertos
ítems de nuestro Contrato Social básico, no son ni serán negociables. Nunca.
Porque
suscribimos el camino de libertad que nuestros próceres nos marcaron (tres
veces) desde la primera estrofa del Himno Nacional, es que nos negamos de plano
a ser dominados tanto como a dominar a otros imponiéndoles nuestras opiniones.
Porque
creemos hasta las últimas consecuencias en la sacralidad del ser humano y por
tanto en que la minoría más pequeña a respetar es la de una sola persona, está
claro para todos que nadie tiene derecho a dominar y explotar a otro, ni aún
proclamando que lo hace legalmente y por mandato mayoritario.
Y
porque es obvio que la verdad y la justicia, compañeras inseparables de la libertad
bien entendida, tampoco son cuestiones que puedan redefinirse a través de la
obediencia servil a algún autoritario o de la sumisión circunstancial a cierto
número de manos levantadas, también tenemos claro que todo discurso estatista endiosando
las supuestas “libertades democráticas” concedidas dentro del forzamiento
socialista, queda expuesto como lo que es: muestra palpable de una filosofía
profundamente anti-humana.
Entendimos,
también, que para los simpatizantes de la izquierda argentina partidarios de la
opresión fiscalista la realidad es, como dijera Frederic Bastiat (legislador y
economista francés, 1801-1850), que la
ley ya no es el refugio del oprimido sino el arma del opresor. Y que son
los mismos que empujaron a nuestra nación hacia la decadencia en una deriva
oportunista de tiro corto, inmersos en una neblina mental desenfocada.
La
mal llamada libertad democrática no es otra cosa que el último cerrojo de la
prisión clientelar que en estos días perfecciona el populismo en el poder.
Ellos, los parásitos y caníbales sociales que viven del expolio, disfrazan su
miedo a la libertad (también su odio y su envidia) exaltando esa “ley” aún si
anula, obstruye o relativiza los derechos de la gente honesta en lugar de
protegerlos.
Por
el contrario, quienes resistimos el avance de este malón de barbaries oponiéndole
la pared de una verdadera revolución
moral, libertaria, contamos con la templanza de saber que la prosperidad
material y espiritual sólo vendrán de la mano de la libertad responsable y del
más profundo respeto de los derechos
de cada persona. Y de asumir mentalmente que del compromiso de punto medio
entre el sabio y el imbécil no puede surgir (otra vez) más beneficio del que surgiría
del compromiso entre la comida y el veneno: ninguna dosis de este último será
buena.
Nos
enseñaba otro visionario, Arthur Clarke (escritor y científico británico
1917-2008), que la única forma de
descubrir los límites de lo posible es aventurarse un poco más allá de ellos,
hacia lo imposible.
Aunque
la mayoría de las buenas personas que quedan en nuestro país incluya hoy en
esta última categoría -“lo imposible”- al logro de una sociedad realmente
libre. Una donde cada argentino pueda (tenga la posibilidad real de) disfrutarla a su manera y progresar sin sufrir
las imposiciones de otros.
Sin
embargo, es hora de abrir los ojos al hecho mil veces comprobado de que los
“ingenieros sociales” del Estado siempre estuvieron entre los más ignorantes
acerca de la naturaleza humana, materia sobre la que operaron en nuestra
Argentina con resultados de espanto. Ciegos en su soberbia no sólo de la
verdadera naturaleza de las personas sino de las reales implicancias sociales
de los actos del gobierno y de las enormes potencialidades (¡perdidas, durante
más de setenta años!) de la libertad.
Desde
luego, una sociedad menos violenta, más libre, próspera y feliz es posible. Y
una totalmente libre de los males causados por los autoritarios también.
Algo
no sólo demostrado por los teóricos libertarios (con el plus de la tecnología
informática de redes que hoy facilita como nunca la aplicación práctica de
estas nobles ideas) sino demostrado en el terreno de los hechos a través de
muchos ejemplos históricos, con impactantes resultados.
La
principal razón por la que esta clase de estudios, desarrollos y experiencias
usualmente se cubren con un manto de silencio es el políticamente correcto odio (a veces con complicidad religiosa)
hacia el individualismo.
Como
únicamente existen espíritus, mentes, responsabilidades y logros (esfuerzos)
individuales que sólo merced a una suma aritmética presuponen beneficios
colectivos, es de vital importancia que la oligarquía dominante resalte con
gran energía la entelequia comunitaria, el instinto tribal o de manada por
sobre los logros personales (por sobre el
verdadero motor de la evolución
humana) para asegurar su dominio social y económico.
Lo
libertario, el libertarianismo, la descentralización total, el respeto a la
propiedad del prójimo, las libertades y derechos individuales en general, son
la peor pesadilla de quienes viven a costillas del trabajo ajeno, montados
sobre el expolio a los “contribuyentes”.
Es
el fantástico peso muerto de esta jurásica “cultura tributaria” el que mantiene
frenadas a las sociedades en su ascenso. Y la gran estafa consiste en hacer
creer a las masas que la alternativa es Estado o Caos. En última instancia,
gobierno clientelar o anarcocapitalismo.
Quizá
sea hora de probar con un poco de cultura
no tributaria. De confiar en el cooperativismo voluntario de nuestra gente
operando dentro de un mercado libre y en el potencial de la inventiva humana.
Ya
que, señores, lo que tenemos probado (y sufrido) de sobra es… el anarcopopulismo: verdadera
mafia organizada cuyo terrorismo de Estado fiscal sembró la Historia de
guerras, genocidios, forzamientos autoritarios, corrupciones, oligarquías
políticas, caos económico y pobrezas innecesarias sin cuento.
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