Febrero
2015
Nunca
tendremos una sociedad perfecta ni con equidad total.
El
ventajismo y la falibilidad humanas son proverbiales y en verdad son muy
ingenuos (o interesados) quienes insisten en la utopía de modificar la naturaleza
de nuestra especie corriendo tras el mito de una sociedad de altruistas, tal
como proponen los socialismos.
No
es casual que esta clase de utopías, propias del actual -y muy retrasado-
estadio evolutivo, sólo “funcionen” mediante una masiva aplicación de
violencia. Nuestra sociedad vive aceptando violencia de facto o como amenaza,
por ejemplo, tras el dictado de ucases que favorezcan en el corto plazo a
alguna parcialidad (poseedora de votos, lobby o potencial clientelar) a costa
de otras. O bien a través del cobro compulsivo de los tributos que sostengan
esas directivas contra natura. Y a quien las dicta.
La
idea que subyace al sistema de la libertad, en cambio, baja a tierra la
realidad comprobable de que los daños que provoca el gobierno con sus
intromisiones y confiscaciones, al principio pequeños, se realimentan y crecen
de manera sistemática.
Lo
que empieza como una pequeña injusticia “tolerable” contra algún pacífico grupo
ciudadano (cierta “sabia” regulación, impuesto, negociado, etc.) suele alcanzar
con el tiempo y por efectos dominó o mariposa, dimensiones catastróficas de
efecto general.
Es nuestra
Historia.
Está en los libros y está en las calles; a la vista, lado a lado con la pobreza
crónica, la desesperanza y las muertes prematuras. Codo a codo con la
ignorancia popular y con el increíble declive argentino en el ranking de las
naciones.
En
una sociedad más evolucionada y abierta, de mujeres y hombres libres, los
desacuerdos e inequidades que se suscitasen entre personas o grupos tenderían a
corregirse de manera automática.
Esto
es así porque, minimizado el estorbo (y saqueo) gubernamental y maximizada por
contrapartida la libertad popular para crear riqueza (y por ende la real libertad
de optar en todo sentido), los
ciudadanos simplemente dejarían de relacionarse con la firma que afecte sus
intereses y proyectos familiares o que de alguna manera los ofenda, mandándola
a la quiebra o al ostracismo.
Reemplazándola
sin más por otra que les sirva. Estimulando así la amplitud mental necesaria
como para reemplazar en el párrafo anterior, llegado el caso, la palabra firma por el vocablo Estado, en pos de un orden social más
justo. Uno en el que la mayor parte de la gente tenga la oportunidad de realizar su potencial pleno sin
necesidad de violentar “democráticamente” al prójimo.
Es
cosa juzgada que la pobreza en nuestra sociedad aumenta al ritmo de los
programas de planes sociales, que cada vez nos cuestan más. Y que los argentinos
más vulnerables son los que resultan más dañados por la carrera -espiralizada-
entre inflación e impuestos.
Vivimos
mentalmente encorsetados en un modelo de base falseada que hace imposible para
la mayoría la realización de ese potencial pleno. Ya que lo que esa mayoría acaba apoyando una y
otra vez es en realidad un sistema que institucionaliza la violencia como
método válido de organización social.
Algo
que sin duda podríamos etiquetar como… jurásico. Y que constituye toda una
superstición; esquizofrénica, además, por más apoyo electoral que suscite, desde
el momento en que son millones los que creen con sinceridad poder lograr
mejoras a través de políticos que por gracia real les concedan “derechos”, sin
considerar que todo derecho cuyo cumplimiento implique violar un derecho anterior
de otro ciudadano no es en absoluto un derecho puesto que no existe tal
“derecho a violar un derecho” so pena de que la totalidad de los derechos
carezcan de sentido.
Este
corset mental asentado en temores supersticiosos que destruyó la seguridad
jurídica apartándonos del estado de derecho, es el mismo que impide al común de
la gente despertar a la comprobación de que el Estado nunca fue la mejor solución
de nada. De que el Estado siempre fue
(y sigue siendo) el problema.
Adoctrinados
por generaciones en el ridículo argumento de un gobierno probo y protector
capaz de acabar con la pobreza rectificando con sabiduría los “fallos” del
mercado (es decir, los fallos de la suma de las decisiones personales de toda
la población), casi todos adhieren de hecho al antiguo consejo “si querés imponer tu tabú, conseguite un
arma”. Donde el arma no es ya una espada sino el voto dentro del modelo de
democracia delegativa de masas clientelizadas, mejor caracterizado como
dictadura de mayoría.
Nuestra
Argentina es claro ejemplo de zona de desastre electo pero incluso a primer nivel
mundial, si después de 240 años de democracia aún se necesita un arma
-iniciando la agresión- para imponer el sistema, es obvio que estamos en
problemas.
Problemas
evolutivos como especie que sigue dominada por las armas de minorías
oligárquicas, fuertemente interesadas en bloquear la aplicación de sistemas
voluntarios implacables contra el inicio de cualquier agresión, basados en una
cultura no-tributaria; en una absoluta libertad de conciencia y comercio, de
muy alta tecnología defensiva y procedimientos no-violentos a todo orden.
Estas
oligarquías minoritarias son hoy la de políticos profesionales, la de empresarios
cortesanos y la de sindicalistas funcionales. Grandes “corpos” que apalancadas
por legiones de idiotas útiles refuerzan a diario la estructura del Estado que
posibilita su dominio.
It’s a fact, como dicen los
ingleses.
Y
es cierto asimismo que en tanto humanos, jamás tendremos una sociedad perfecta
ni con equidad total.
Sin
embargo, un primer paso en nuestra evolución hacia el bienestar general, orientado
a liberarnos permanentemente de los males causados por la inmoralidad
intrínseca del gobierno, es asumir que debemos repudiarlo por caro, peligroso e innecesario para luego, liberarnos
de él. Algo que hoy, más que nunca antes, es posible.
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