Mayo
2018
¿Sabemos
cuánto nos quitan por impuestos?
En
Argentina, entre impuestos explícitos y ocultos, aproximadamente el 55 % de lo
que ganamos.
Pasamos
más de la mitad de cada año trabajando no para nuestras familias ni para proyectos
de progreso personal sino para el fisco.
¿Pensamos
alguna vez en todo lo que podríamos hacer con ese dinero? ¿Qué servicios y
bienes podríamos comprar en el mercado? ¿Qué inversiones, viajes, artes, cooperaciones
y ayudas podríamos implementar?
A
los siervos de la gleba, verdaderos esclavos medievales atados a sus deudas y
labores de por vida, se les quitaba el 50 %.
En
1873, Estados Unidos abolió su Impuesto sobre la Renta. Salvo una excepción en
1894, esta política se mantuvo durante casi 40 años.
Casualmente,
o no tanto, ese fue el período en que surgieron como la economía más grande y
poderosa del mundo.
Por
aquella época, nuestra Argentina también tuvo una política de muy bajos
impuestos y escasas regulaciones.
Todos
sabemos, también, lo que pasó mientras esto se sostuvo. Nuestro país creció de
manera exponencial, superando incluso el gran ritmo norteamericano, lo que dio
pábulo a la presunción general de que íbamos camino de convertirnos en
superpotencia.
En
contraste hoy, ya sea que nos demos cuenta o no, que nos hayamos registrado impositivamente
o no, estamos colgados como reses del gancho estatal y somos más pobres. Y, además,
garantes de la inmensa deuda del Estado nacional como también lo son nuestros
hijos y nietos.
¿Acaso
tales hechos nos dicen algo sobre impositivismo, progresividad, solidaridad
forzada por tributación redistributiva y otros temas obsesivo-compulsivos de nuestra
izquierda?
Por
fortuna es cada día mayor el número de quienes se dan cuenta de que los impuestos,
cualesquiera sean sus alícuotas, motivaciones y disfraces, son la principal
causa de la decadencia moral y económica de nuestra sociedad.
En
lo moral, para empezar, por haber violado en forma alevosa el precepto
constitucional que dice que la igualdad es la base del impuesto y de las cargas
públicas (hace más de 70 años que eso no ocurre).
Sucesivos
gobiernos han acorralado progresivamente a los contribuyentes anulando lo mejor
de la energía creativa argentina. Al tiempo que acostumbraron a la gente a
esperarlo todo del Estado, disminuyendo su sentido de la responsabilidad y
destruyendo el tejido ético y económico forjado desde la laboriosidad
inmigrante de siglos pasados.
Por
fin, el eslogan de que quien más tiene, en más proporción debe tributar para
financiar un gasto social que modere el desaguisado anterior, cae bajo su
propio peso demagógico.
El
peso de neo-demagogos “garantistas-piqueteristas” que sostienen que procurar
igualdad de oportunidades a quienes ingresan al mercado laboral no es más que
una trampa capitalista ya que lo que importa es la igualdad de resultados, no
de oportunidades. Y esto sólo lo logra la redistribución forzosa de toda renta
a través de impuestos progresivos (el sistema actual), igualando a la creativa
con la opa, al holgazán con el trabajador, a la ignorante con la estudiosa, al
criminal con el honrado y a la ahorrativa con la despilfarradora.
Mas
el conglomerado antiliberal no ha asumido aún que cuanto mayor es el gasto público
menor es el efecto de la progresividad tributaria y peor la distribución de la
renta en la sociedad. La idea de que el Estado es capaz de mejorar su
distribución cobrando impuestos más elevados a quienes más producen o tienen para
mantener o aumentar los subsidios sociales, es falsa. Puede resultar grata a
oídos de frustrados, resentidas y envidiosos, pero no se sostiene en la teoría
ni se verifica en la realidad.
Esto
es así porque además de deprimir inversiones, atracción de cerebros, innovación,
generación de empleo y productividad, los sectores de ingresos altos no tienen (ni
pueden crear) el volumen financiero suficiente para cubrir un nivel de gasto
público como el que tenemos. Obligando al gobierno a cubrir la farsa con mayores
cargas impositivas al consumo y al trabajo, que recaen sobre los sectores de
ingresos medios y bajos, provocando el empobrecimiento gradual del conjunto y
su corolario: el agigantamiento de la tan odiada brecha entre ricos y pobres.
Lo
brutalmente cierto es que el nivel impositivo que mal-soporta nuestra economía
anula cualquier intento político de inclusión social. Y que en verdad frena el
progreso social de las mayorías bloqueando todo esfuerzo honesto de superación.
En
todo caso, si existiese posibilidad de redistribuir algo “de manera virtuosa”
esta se hallaría en la misma medida en la que el gasto público se fuese
reduciendo. Y los impuestos con él.
En
otro orden de cosas y con el fin de mejorar las situaciones de inequidad
causadas por las irresponsabilidades populistas, debemos considerar el problema
de que los poderes conferidos al gobierno por nuestra legislación penal
tributaria son incompatibles con una sociedad libre. Y asumir que los
ciudadanos que dependen del Estado no son libres.
Y
que en la misma medida en que cada uno trata de protegerse de las exacciones,
cae el impulso empático de cooperación voluntaria, condición básica, a su vez,
del orden comunitario. Cede entonces este su lugar al conflicto social que tan
bien conocemos, en el marco de un asistencialismo creciente que dispara a su
turno la inmovilidad sociocultural, confirmando nuestra lamentable involución
hacia los parámetros esclavistas de la gleba.
Producto
todo -mal que les pese a referentes religiosos y políticos, tan proclives al
voluntarismo mágico en temas económicos- de esa misma economía fiscalista con
baja tasa de capitalización y, por tanto, escasa productividad.
Sin
duda el camino evolutivo hacia una sociedad de propietarios, rica, culta,
generosa y pacífica (libertaria) será largo y tortuoso.
En
esa línea conceptual, tener claro que nuestro norte de mediano plazo incluye un
cuestionamiento frontal a cualquier tipo de exacción impuesta, no contractual, sería
un gran paso en la dirección correcta.
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