Abril
2018
Dice
el Evangelio según San Lucas en el capítulo donde se describen las tentaciones
del Demonio a Jesús (4:5-8) “...Y le
llevó el diablo a un alto monte, y le mostró en un momento todos los reinos de
la tierra. Y le dijo el diablo: a ti te daré toda esta potestad, y la gloria de
ellos; porque a mí me ha sido entregada, y a quien quiero la doy. Si tú
postrado me adorares, todos serán tuyos. Respondiendo Jesús, le dijo: vete de
mí, Satanás, porque escrito está: al Señor tu Dios adorarás, y a él solo
servirás…”.
Debería
quedar claro para cualquier cristiano, entonces, que los reinos de la tierra
(hoy diríamos, los Estados-nación) son básicamente entes de incumbencia
satánica ya que, siguiendo al evangelista, a Satán les fueron entregados desde su
génesis.
Por
otra parte, poco cuesta a cualquier persona, cristiana o no, dar crédito a esta
antigua afirmación de tanto peso simbólico siendo que las pruebas acumuladas a
lo largo de la historia posicionan sin sombra de duda a los Estados como entes
en general corruptos y violentos, culpables en primer grado de prácticamente
todas las calamidades sociales conocidas.
O
cuanto menos responsables de la monstruosidad de la escala en la que tales
actos fueron cometidos (guerras, persecuciones, genocidios, enriquecimientos
ilícitos, hambrunas, confiscaciones, negociados mafiosos, abusos de poder,
discriminaciones económicas, étnicas o ideológicas, empobrecimientos forzados
por ley y toda clase de negatividades… verdaderamente demoníacas), impensables
a nivel privado por más malvado que pudiera suponerse al eventual ejecutor, ya
que por definición (y a diferencia de los funcionarios de gobierno) este debe
hacerse civil y patrimonialmente responsable de sus actos.
Tampoco
cuesta dar crédito al origen estatal de tantos desaguisados desde la
perspectiva del sentido común. Que nos dice que poco de ético, moral y
eficiente puede esperarse de un sistema que, para funcionar, necesita -sine qua
non- de una pistola apuntando a todos por la espalda (el cobro de impuestos,
jamás voluntario).
Todo
muy poco inteligente, por cierto. Forzado, lento, engorroso, costoso,
antinatural y peligroso por donde se lo mire.
Poco
evolucionado hasta en lo utilitario, por su conocida tendencia a entorpecer la
generación de riqueza y bienestar generales.
No
hay duda de que el Estado casi siempre estorba. Complica. Irrita. Violenta. Demora
o frena.
Ni
es impropio pensar que a mediano y largo plazo daña mucho más de lo que arregla;
como bien dijo Ronald Reagan (1911 – 2004) siendo presidente de los Estados
Unidos, “las diez palabras más peligrosas
del idioma inglés son… hola, soy del Estado y he venido aquí para ayudar”.
En
medio de nuestras grietas culturales e ideológicas, de nuestras volatilidades,
escepticismos, furias y resignaciones, los argentinos podríamos fijarnos un
poco en la pequeña Suiza; a más de su belleza, tal vez el país más seguro y
estable del mundo.
Sociedad
de índices de bonanza asombrosos y refugio de exiliados fiscales desde hace
siglos, los suizos no lograron todo eso con un gran Estado guiando pomposamente
su destino. Más bien podría decirse que llegaron a la cima a pesar de sus estructuras gubernamentales.
En
verdad, su banco central es minúsculo con relación al poder de su moneda y pocos
ciudadanos conocen el nombre del presidente del país ya que el Estado es un
ente casi inexistente.
No
es que no tengan gobierno; lo que no tienen es un gran gobierno central. Están
organizados en pequeñas entidades territoriales (cantones) que funcionan como
mini Estados prácticamente soberanos; sólo unidos a través de una
confederación. Las decisiones se toman en asambleas zonales y fluyen de abajo hacia arriba siendo que la
mayoría de las cuestiones se reducen a saldar “aburridas” grietas referidas a
cuestiones pueblerinas. Prácticas sin embargo para solucionar los problemas e
inquietudes familiares de la gente de a pie. Mal no les ha ido.
¿No
será este un mejor acercamiento político a la palabra “gestión”?
Cualquier
argentino consideraría locura gestionar nuestra conflictiva sociedad y sus
lamentables índices de bienestar dejando su destino en manos de grupos de
pequeños municipios abandonados a su suerte.
Le
parecería mejor tener un gran Estado omnisciente y solidario coordinándolo
todo, redistribuyéndolo todo y orientando sin fisuras el rumbo nacional. Así
nos va.
El
verdadero salto argentino se dará sólo cuando la mayoría (sobre todo la mayoría
intelectual) asuma conceptualmente que no es posible manejar en forma eficiente
el devenir socio económico general desde la cúspide de un planeamiento centralizado
hacia abajo, por la enorme variedad y cantidad de motivaciones individuales que
interaccionan, muchas veces en forma aleatoria y subjetiva.
La
experiencia empírica nos enseña que los grandes Estados-nación nunca pudieron
adelantarse (sin generar calamidades colaterales) a los deseos, desacuerdos,
necesidades, cambios, temores, crisis ni revueltas… previéndolas.
Ni
siquiera pueden prever las cotizaciones diarias de la bolsa, por más sofisticada
y cientificista que sean su gestión estadística y el manejo de su gestión de
riesgos.
Ese
control minucioso puede hacerse a balance positivo, tal vez, en ciencias duras
como física cuántica, genética molecular, ingeniería mecánica o astronomía,
pero no en ámbitos sociales, económicos ni culturales.
Comencemos
entonces por tener la honradez intelectual (y la valentía) como para establecer
con claridad nuestro mejor Norte social de largo plazo.
Aunque
el camino parezca interminable (y tal vez lo sea), el “postulado de la
tendencia” indica que, con sólo ponerse en marcha con proa al buen destino, las
contingencias tenderán fatalmente a alinearse desde el primer kilómetro… con
una gestión acorde, en nuestro beneficio.
Y
eso ya es mucho.
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