Agosto
2018
Los
cortocircuitos entre el actual gobierno de centro derecha y la Iglesia seguirán
siendo inevitables toda vez que esta venerable institución se empeñe en
cultivar el pobrismo, doctrina que resulta incompatible con el accionar de
cualquier autoridad civil que tenga como objetivo la mayor riqueza para el
mayor número, considerando secundario, incluso intrascendente, que algunos se
enriquezcan (por derecha) más que otros.
No
es el caso de los partidos de centro izquierda, o populistas que, haciendo eje
en la igualdad económica (a lograrse, supuestamente, mediante la redistribución
de rentas en forma coactiva), tienen por objeto la mayor paridad económica para
el mayor número, considerando secundario el costo en caída de inversiones y
productividad (riqueza general) que su accionar cause.
El
bien conocido efecto de tal proceder es un achatamiento de la pirámide socioeconómica,
que asegura un caldo de cultivo clientelar funcional a la permanencia de los
propios funcionarios populistas en el poder, con todas las oportunidades de
riqueza sucia individual que éste otorga.
Considerando
sus simpatías de izquierda aunque salvando las distancias, es comprensible que
la Iglesia añore la masividad, sumisión y falta de cuestionamientos que tuvo
por parte de sus fieles durante los dos últimos milenios.
En
la sociedad informatizada del tercero, donde toda autoridad, incluida la
religiosa, resulta cada día más cuestionada, su línea de defensa parece ser un
renovado cultivo de ese pobrismo que resultaría a la postre en un rebaño más
dócil y temeroso de los representantes oficiales de Dios en esta tierra, como
idealmente ocurría en la edad media, donde la pobreza era general (al igual que
la violencia, la falta de libertades y la ignorancia, claro).
Una
suposición que falla por su base desde el momento en que todo lo que los
integrantes de la jerarquía católica (desde el Papa hasta el más humilde de los
curas) opinen y recomienden en materia de política económica, relaciones
laborales o ingeniería social tiene valor de influjo cercano a cero ya que no
sólo son absolutamente amateurs (y marcados por sus propias, inusuales
elecciones de vida y rencores secretos) en esta temática sino que el propio magisterio
de la Iglesia aclara que las palabras del sumo pontífice sólo se considerarán
infalibles cuando por excepción hable ex
-cathedra (literalmente, desde la cátedra) y sobre doctrina teológico
religiosa.
Todo
lo demás son elucubraciones personales y como tales, rebatibles sin más como
las de cualquier hijo de vecino.
La
solución a este dilema de la Iglesia, como tantos otros en los que se encuentra
empantanada nuestra Argentina, estriba en la superación de barreras de orden
mental, no de barreras materiales supuestamente superables por vía de la
solidaridad, ya sea voluntaria (ONG’s, iglesias, etc.) o coercitiva (impuestos,
si es que admitimos la contradicción semántica de una “caridad coactiva”).
La
barrera mental que debe superar la jerarquía católica es, justamente, la de sus
simpatías por la izquierda.
Haciéndose
responsable en una parte no menor, además, de la debacle socio económica de la
Argentina, de la pobreza, de las muertes prematuras, de la humillación nacional
y del sufrimiento inútil de tres generaciones.
Esto
es así porque su prédica anticapitalista, antiliberal ya desde antes de la
aparición del esquizofrénico tercermundismo en los ’60, abonó el cambio de la
cultura del trabajo, el esfuerzo y el estudio que había traído la inmigración,
por la cultura de la dádiva y el parasitismo a caballo de un estatismo tan
trasnochado como creciente.
Con
su silencio frente al feroz impositivismo que clavó su pica en las espaldas de
la actividad privada y frente al jurásico reglamentarismo (en particular el
laboral) que ahuyentó de modo muy eficaz al emprendedorismo, a la innovación y a
la creación de empleo sustentable.
Porque
este tipo de ataques al trabajo productivo honrado son también violencia. Y de
la peor clase, vistas sus pavorosas consecuencias.
Dejando
de lado su falta de autoridad formal en cuestiones tan mundanas, en algún
momento se impondrá un giro eclesiástico. Una ruptura con sus propias barreras
mentales. Un viraje hacia el tan proclamado libre albedrío de las personas,
también en estos ítems.
Una
corrección de rumbo consecuente con el ejemplo de Cristo, hacia la libertad y
la no violencia.
Dudamos
que tal “milagro” se produzca durante el actual papado aunque convengamos que
para Dios nunca hay imposibles.
Y
concedamos… que los tiempos de la Iglesia nunca son los nuestros. Ni los de las
urgencias brutales a que nos sigue conduciendo su actual embanderamiento con el
pobrismo.
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