Mosaico


Junio 2020

Son mayoría en nuestro país quienes, cuando escuchan las palabras libertario anarcocapitalista (ancap), retroceden un paso mental y se ponen en guardia.
Asocian estas etiquetas con el caos de lo anárquico, el sálvese quien pueda en lo económico, el abandono de toda solidaridad y compasión, la pérdida de derechos para los desfavorecidos, la ganancia individual antes de cualquier otra consideración y en general, con el egoísmo desatado en el marco de un sociedad regida por grandes empresas monopólicas y bancos transnacionales.
Siguiendo un reflejo condicionado, las asocian a la imagen de seres humanos empujados sin miramientos a la indigencia y la desesperación; convertidos en objetos al servicio de la fría productividad. A especuladores financieros y cínicos patrones con tendencia al esclavismo, parapetados tras los muros de sus mansiones.
En síntesis, asocian lo libertario con el zorro en el gallinero.

Tal el estereotipo promovido por la desinformación diseminada durante décadas por grandes instituciones como el Estado y su Ministerio de Educación, el empresauriado con privilegios de protección permanente y los sindicatos de afiliación obligatoria con sus mafias y estatutos de aplicación compulsiva. Auténticas oligarquías que se perciben a sí mismas (con toda razón) como  perdedoras en lo económico, de habilitarse un sistema de libertades populares reales y justicia proba. 
Una coalición formidable en poder y en dineros, por cierto, que involucra además a millones de empleados públicos (y aún privados), electoralmente inducidos al paternalismo proteccionista de izquierda. Personas que sin darse cabal cuenta, compran esa “seguridad” de mínima -que termina en pobrismo generalizado- al altísimo precio de perder su libertad y con ella, sus sueños; y lo que es peor los de sus hijos y nietos.

Lo cierto es que el caos y el egoísmo no es lo que sobrevendría a un eventual entorno ancap como pretenden hacernos creer sino lo que tenemos hoy, aquí mismo, frente a nuestras narices.
Vivimos bajo el yugo esclavizante de un Estado que es la quintaesencia del zorro en el gallinero. Que pesca en la pecera y que caza en el zoológico con impuestos asfixiantes (de hasta el 90 % de la renta) sobre los infelices inscriptos que cumplen con la “ley”. Pero que también carga con tributos de más de un 50 % (en este caso indirectos o encubiertos) al resto del abanico social supuestamente favorecido, encareciendo artificialmente todo lo que por fuerza debe adquirir para su supervivencia.
Vivimos sepultados por un mar de regulaciones que favorecen a los monopolios establecidos entorpeciendo de mil modos la competencia interna, la externa y la aparición de nuevos jugadores. Competencia limpia que sería garantía de multiplicación de empresas (y empleos reales), de efectivo control de  precios y de una geométrica expansión de opciones de todo y para todos.
Un Estado que ni siquiera es solidario; ni protector: tras siete décadas de paternalismo y “sensibilidad social” mal entendida, hoy nos aturde con el cachetazo de una realidad que abruma; confirmada por innúmeros estudios y gráficos descriptivos del proceso de conurbanización (decadencia) general de la Argentina: empobrecimiento, mala sanidad, justicia corrupta, hacinamiento en asentamientos precarios, descenso social (con más un efectivo bloqueo al ascenso), desesperanza, inseguridad, clientelismo forzado, caída de nivel educativo, escasa infraestructura, etc.

Cachetazo que nos despierta con el pavoroso hecho consumado de que fuimos ricos, cultos, educados y decentes y ahora somos maleducados, pobres, corruptos y lo peor, esclavos; literalmente, siervos de la gleba.

El egoísmo atribuido a los libertarios no es otro que el de las 3 oligarquías criollas imponiendo con cinismo este sistema. Las conocemos bien: las integran los sindicalistas, los “empresarios” cortesanos y los políticos de sonrisas falsas; todos con sus caras de piedra y su sed de riqueza rápida. El Estado como herramienta de poder e impunidad es su camino; los ciudadanos de a pie, los objetos finalmente a su servicio, como se demuestra una y otra vez.
Los integrantes de esta cruel Nomenklatura son  aquí, ahora mismo, esos tan temidos patrones y especuladores insensibles parapetados tras los muros de sus mansiones en Nordelta, Punta del Este o Miami; con cuentas numeradas en Seychelles, Nevada o Panamá. Con autos de alta gama, yates, aviones y hasta estancias compradas a precio vil a productores agropecuarios de generaciones, que se funden ahogados en impuestos.

El anarcopobrismo obligatorio y violento que nos rige, que no funciona si no es mediante la barbarie de un Estado policial apoyándolo, es lo opuesto al sistema libertario no-violento, contractual y voluntario.
Anarcocapitalismo que, en verdad, es la filosofía natural de la gente común ya que el principio de la no-agresión del pensamiento libertario es la base de la moral y la ética de la mayoría de las personas que viven de su trabajo con sacrificio, honestidad y respetando los derechos del semejante. De los ciudadanos de bien que enseñan a sus hijos a no comenzar peleas o agredir a otros. A no engañar, trampear o robar, asumiendo que todo lo pacífico es bueno y que la violencia, por principio, es mala. Que el que estudia y  trabaja, progresa y que el mérito es recompensado.
Que el que las hace… las paga; enseñando y practicando la asunción de la responsabilidad individual por las propias acciones sin escudarse en la montonera ni en la masa.

En realidad, como bien estableció hace años el catedrático, economista, premiado y agudo intelectual norteamericano David Friedman, “todo lo que el gobierno hace puede ser clasificado en dos categorías: aquello que podemos suprimir hoy y aquello que esperamos poder suprimir mañana. La mayor parte de las funciones gubernamentales pertenecen al primer tipo”.
Pues bien; los grandes avances tecnológicos, informáticos y de empoderamiento en red de los últimos años hacen posible que las funciones gubernamentales de esta segunda categoría también puedan ser suprimidas ya mismo. Es decir, lo privado puede suplantar con ventaja a lo público en todos los casos, sin excepciones; incluso en justicia, seguridad, previsión, salud, educación y asistencia social entre otros ítems, antes “vacas sagradas”.

Si bien hubo en la antigüedad ejemplos de pueblos libres autogobernados con éxito, lo cierto es que las complejas sociedades modernas tienen hoy más facilidades que nunca para manejarse, si lo quisieran, prescindiendo del enorme peso muerto de un Estado.

Qué bella y revolucionaria idea, la de clavarle una estaca en el corazón al vampiro que succiona cada día la sangre vital de nuestra gente. Qué poderosa y noble aspiración la de abatir para siempre con la bala de plata del voto, al inmundo leviatán que nos roba, nos frena y nos somete.

Hasta hoy en pequeños (y muy prósperos) enclaves pero hasta el siglo IX en Inglaterra, hasta el XII en Francia, hasta el XIII en Italia o hasta el XIX en Alemania, imperó una partición política que dividía al orbe en numerosos principados, ducados, marquesados, condados o Ciudades-Estado independientes que resistieron por milenios la unificación forzada en grandes Estados-Nación. No siempre la masificación coactiva fue norma.
Incluso en la admirada Grecia clásica, creadora de la democracia y paradigma de nuestra civilización, la población se repartía en un mosaico de Ciudades-Estado absolutamente independientes que negociaron o guerrearon entre sí por siglos. No existió nunca un tal “Estado griego” unificado.

De haber sido otro el curso aleatorio de la historia y de haberse resistido con éxito las concentraciones manu militari que ocurrieron, tendríamos hoy, seguramente, un mundo del mismo tamaño pero mucho más rico y diverso; más interesante en lo cultural y étnico; más abierto e imbricado en lo comercial y sobre todo, más pacífico.

Los libertarios imaginan el largo plazo transitando una reversión gradual; desde el modelo centralizado y sus reglamentaciones generales esclavizadoras de minorías hacia un modelo basado en la elección individual y la contractualidad; descentralizado; de jurisdicciones independientes aunque con intensas redes de acuerdos de conveniencia en rubros como relaciones exteriores, sistemas penitenciarios, defensa o infraestructura, entre muchos otros.
Un mosaico policéntrico de regiones o megalópolis autónomas donde los ciudadanos (accionistas al estilo cooperativo o bien socios, siempre por contrato) se autogobiernen gerencialmente en todos los sentidos con avanzadas libertades civiles. Sin tener que vivir forzados, bajo las reglas contraproducentes y la histeria militante de votantes con los que no se está de acuerdo.

Algunas de estas comunidades o free cities (concepto ya incorporado como posibilidad cierta en la legislación de algunos países; otra posibilidad factible sería la secesión) bien podrían ser de corte socialista o comunista, compartiéndolo todo en fraterna igualdad y cobrando a sus socios las contribuciones que fuera menester recaudar; supuesto sitio ideal de vida para todo progresista honesto, por cierto.
Otras podrían ser del tipo capitalista tradicional dando prioridad al respeto por la propiedad, al mérito individual, al ahorro, a la inversión, al crecimiento económico, al aumento del bienestar y a la consecuente (y muy poderosa) solidaridad voluntaria inteligente desde la riqueza. 
Decantando el tiempo es probable que predominen, sin embargo, las comunidades mixtas donde impere tras sus fronteras la regla-base de la función social empresaria en el marco de un sistema muy libre, abierto y colaborativo (incluso participativo) basado en las nuevas normas de la eficiencia dinámica, hoy adscriptas a la Escuela Austríaca de economía de mercado.

Sociedades todas de adhesión no forzada donde, abolida la coacción, los impuestos serían reemplazados por el pago a nivel personal de servicios efectivamente prestados. Desde rutas, calles y parques a justicia, educación y defensa, pasando por ambientalismo, agua o energía.
Donde la inmensidad de dinero ahorrada tras la extinción de nuestras tres oligarquías parásitas quedara en poder de los ciudadanos, sus empresas y familias, quienes decidirían su mejor uso y reinversión; generando un fortísimo shock de crecimiento y riqueza generalizada, aun cuando esta se verificase con ostensibles desigualdades.
Y donde la libre competencia resultante asegurase una gran multiplicidad de opciones en precio y calidad de todos los productos y servicios imaginables (o inimaginables hoy), pensados para todo bolsillo y situación.

Aunque ello no funcionase de manera perfecta (nada de lo humano lo hará nunca), sería sin duda mucho mejor -y más esperanzador- de lo que tenemos ahora, imperfecto, insolente y vejatorio hasta lo insoportable.
¿El costo social de iniciar su puesta en práctica? Sin duda es menor que el precio que hoy mismo pagamos en términos de sufrimiento, decadencia ética y descalabro social.
Y mucho menor que el de la alternativa estatista (redoblando la apuesta al más de lo mismo) que el régimen gobernante se encuentra pergeñando para cuando termine la pandemia.

Simples razones de sentido común que abonan el entusiasmo por un nuevo e inspirador Norte hacia donde apuntar sabiendo que, como bien dice el refrán, nunca habrá vientos favorables para el que no sabe adónde va.




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