Diciembre 2025
Es
un hecho que nuestro sistema judicial funciona muy mal; o que casi no funciona,
al punto de que ya es lugar común la admisión “en Argentina no hay justicia”.
Principalmente
por sus in-admisibles tiempos (“justicia lenta NO es justicia”) pero también
por su alto costo y burocracia, interminables chicanas procesales, rémoras
reglamentarias, dificultades de acceso y discriminaciones, penas inadecuadas, papeleo
inútil, gravísimas corruptelas, favores políticos, direccionamientos ideológicos
y demás extendidas falencias, amén de las muchas y flagrantes contradicciones fácticas
para con el mandato constitucional, férreo protector teórico de la propiedad
privada frente a los avances estatales.
Así y todo, solía darse por hecho que nuestro aparato judicial era en un 80 % “sano” con mayoría de jueces, fiscales y funcionarios probos. Y que sólo el 20 % restante estaba ensuciado por las mil y una formas de la corrupción y de la pusilanimidad (directa cobardía), desprestigiando inmerecidamente al total.
En
los últimos años, sin embargo, esta percepción se ha invertido: hoy es mayoría
la gente que piensa que en realidad es el 80 % del Poder Judicial el que está
“podrido”. Algo que se refleja en todas las encuestas de opinión, arrojando
dramáticos índices de desconfianza en la Justicia globalmente considerada, en
tanto sistema idóneo (justo, eficiente) para la resolución pacífica de conflictos.
Algo
que no debería sorprender ya que, como se sabe, es el Senado quien define las
judicaturas; Senado que desde hace 42 años es feudo del partido peronista. Vale
decir, del movimiento que representa a la delincuencia nacional en todo campo
de acción verificable.
Este sistema fallido que la población rechaza a diario con fastidio por “inapto” es el del monopolio estatal de la justicia, funcionando en tándem con el monopolio estatal de la creación de normas a aplicar y al monopolio estatal del uso de la fuerza para hacerlas cumplir.
¿Estamos
los ciudadanos conformes con la relación costo-beneficio de este tren de
monopolios? ¿Tanto como para aceptar que décadas y más décadas de fallas, “cajoneos”,
pérdidas y deshonras no han sido suficientes como para considerar el empezar a
probar otras cosas? ¿Estamos seguros de que queremos dar una y otra… y otra
oportunidad más al encuadre estatista de la administración de justicia?
Porque esa es la madre del borrego; y el origen de su deriva hacia el desastre presente.
Los
libertarios anarcocapitalistas (ancap) argentinos opinan que no. Y que, un paso
a la vez y con la mirada puesta en el largo plazo, esta “vaca sagrada” (que en
modo alguno constituye la verdad eterna ni “el Fin de la Historia” en este asunto)
debe empezar a ser reemplazada; comenzando por el desbloqueo de nuestro chip
mental.
La historia de los sistemas y códigos legales es tan extensa como la historia de la humanidad misma, configurando una búsqueda tortuosa por prueba, sufrimiento y error a través de los siglos.
Es
sabido que de los últimos 200 mil años de nuestra especie, 199 mil
transcurrieron con una inmensa mayoría de la población en condiciones de cuasi
supervivencia.
Sumida
en ignorancias y pobrezas sin fin, la vida era dura, corta, sucia y cruel. Carente
de esperanzas (terrenales al menos) para casi todos salvo para los tiranos que
siempre existieron, sus familiares y cómplices.
Sin
embargo, a partir de la baja Edad Media (siglo XI) y de la mano de un
incipiente capitalismo pequeño burgués favorecido por el ocasional desgrane y descentralización
de los poderes dominantes surgieron comunidades más o menos libres que,
impulsadas por el comercio, empezaron a cambiar una realidad que parecía
inmutable.
Cientos
de núcleos urbanos y sus tierras cercanas de influencia prosperaron (accediendo
al bienestar comunal vía independencias económicas personales) en consonancia
con el desarrollo del Derecho Mercantil, código de conductas comerciales y de
gentes basado en normas consuetudinarias (las buenas costumbres) y acuerdos
contractuales voluntarios que se acumularon con fuerza jurisprudencial,
extendiéndose en forma gradual su uso y aceptación por el orbe civilizado.
Por cierto, el gen eficientista del sistema consuetudinario se sostiene en el hecho de que si una minoría impone leyes desde arriba y por la fuerza, dichas normas necesitan mucha más coerción aplicativa de la que se necesita con leyes elaboradas desde abajo, respetando patrimonios y libre albedríos a través de mutua aceptación contractual.
Hablamos
de un sistema que operó su administración y cumplimiento vía tribunales privados
de comerciantes al margen de Estados, trabas políticas o fronterizas y que orientó
su modelo punitivo no solo a través de multas y sobrecostos sino y sobre todo bajo
la muy efectiva figura del ostracismo socioeconómico.
Es
historia que toda esta bonanza declinó a partir de la consolidación de Estados
nacionales (elites ambiciosas) que, bajo la bota militar de monarquías varias
(luego repúblicas) prosperaron aplastando libertades e imponiendo sistemas
jurídicos estatales (monopólicos, claro) destinados principalmente a imponer
contribuciones y auto protegerse.
Un sistema judicial 100 % privado es ciertamente posible a futuro y para quienes se interesen en el tema remitimos al estudio de los teóricos ancap y su abundante, densa bibliografía, parte de ella debida a historiadores económicos con aporte de ejemplos reales que avalan la viabilidad de sus planteos.
En lo inmediato, sin embargo, debemos avanzar en potenciar y ampliar el rango de acción de la mediación privada, instituto legalmente aceptado (y bastante usado) en nuestra Argentina.
La
reforma judicial que nuestro país necesita es urgente y profunda ya que de ella
depende la percepción de seguridad jurídica que los inversores necesitan para
enterrar aquí capital productivo en emprendimientos de todo tipo, generadores
de oportunidades, empleo y riqueza.
Más allá del Norte libertario de largo aliento, la independencia del actual sistema es la meta más obvia de corto y mediano plazo ya que sin ella todas las demás reformas (graduales, por cierto) que se están intentando, bien pueden ir camino del naufragio. Y nos referimos especialmente al imperativo de despolitizar la judicatura promoviendo una meritocracia profesional inteligente y actualizada que hoy brilla por su ausencia.
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