No coincide con los ideales de la filosofía del resentimiento ni con los justificativos de la envidia. Tampoco con los ideales de quienes codician los bienes ajenos. Pero lo cierto es que los objetivos de sacar a millones de personas de la pobreza y de disminuir las diferencias de riqueza son mutuamente excluyentes.
Y con “sacar a millones de personas de la pobreza” no nos referimos a subsidiarlas con planes sociales y precios falsos sino a reconvertirlas en clase media próspera, con trabajos bien pagos, estabilidad económica seria y servicios de primera.
La evidencia mundial pone ante los ojos de quien quiera verlo, lo que privilegian los progresistas (radiografiados en los dos primeros párrafos de esta nota) a saber: que los ricos no se hagan más ricos es más satisfactorio e importante que terminar con la pobreza.
La revista The Economist se preguntaba a fines del año pasado ¿acaso importan las desigualdades mientras la pobreza disminuye? citando investigaciones del Banco de Desarrollo Asiático (ADB) demostrativas de una disminución mucho mayor de la pobreza en aquellos países donde las desigualdades de riqueza han aumentado con respecto a países donde las desigualdades de ingresos fueron menores.
Aunque la hipocresía nos ha caracterizado durante décadas, hoy estamos en un raro momento de maduración colectiva.
De cuestionamiento de todo un sistema de redistribución y crecimiento que supone, asimismo, la valentía de aceptar realidades, asumir errores y llamar a las cosas por su nombre.
Al pan, pan y al vino, vino. Las mujeres y hombres honestos que están en situación de pobreza no están interesados en acabar con los ricos sino en enriquecerse ellos mismos. Van despertándose al “descubrimiento” de que es mejor apoyar el aumento de rentabilidad de las empresas internacionalmente competitivas como estrategia inteligente para escapar a la desesperante pobreza social-demago-populista que nos asfixia.
Y que eso se logra quitándoles impuestos para que ganen en grande y reinviertan en grande. Sin miedos estúpidos de que alguien gane mucho.
“Descubriendo” que mientras la presión tributaria tienda a cero, la reinversión productiva tenderá a infinito en proporción geométrica.
Empieza a caer de maduro el concepto de que el crecimiento económico alineado con lo que el mundo pide atrae enormes sumas de dinero y que estas inversiones de capital se traducen en más empresas de todo tipo incorporándose al círculo virtuoso de la bonanza. Más empresas viables que compiten en una carrera de salarios y mejoras de vida, por los mismos que hoy están desocupados, sub-ocupados, con ocupaciones poco estimulantes y malpagas o con planes de limosna estatal.
En un entorno semejante, la posición patronal sería más difícil que la actual pues los empresarios se verían enfrentados a la necesidad de disfrutar menos para invertir más, crecer, mejorar en productividad y condiciones laborales asociando incluso a los empleados al éxito de la empresa mediante bonificaciones atadas al propio resultado so pena de sucumbir a la competencia perdiendo a los mejores colaboradores.
Las ventajas estarían entonces del lado de la mayoría honesta y trabajadora. La que prefiere ganar buen dinero con su esfuerzo en lugar de votar ladrones que se lo roben por izquierda a quienes lo ganaron en buena ley.
Eso se llama redistribuir riqueza. Tentar al capitalista a esforzarse y competir en busca de buenas ganancias, en bien de toda la sociedad aunque esa no haya sido su elección intencional.
En cuanto a la “igualdad” lo que las victimas del populismo quieren, es igualdad de oportunidades para salir adelante y poder pagar, por ejemplo, la mejor atención médica. Igualdad ante la Ley (que la oligarquía política, sindical o de empresarios prebendarios no puedan perjudicarlos comprando jueces). Igualdad de seguridad pública contra los delincuentes (aunque no puedan acceder a barrios cerrados). Igualdad de oportunidades en educación para sus hijos e igualdad de trato, libre de discriminaciones en todas las áreas de la vida.
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