Noviembre 2008
Una sufrida Argentina transita en estos años lo que probablemente sea el peor, el más ignorante y dañino gobierno de su historia. La segunda mujer presidente peronista está resultando más incompetente aún que la primera, lo cual ya es mucho decir.
Vivimos atrapados en una sociedad donde el saqueo de dineros ajenos es ley cotidiana convalidada por parlamentos serviles. Donde la delincuencia campea victoriosa, desde los despachos, baños y valijas de altos funcionarios hasta los monobloks de las “villas” en franca exaltación de lo indigno. Donde la respuesta oficial a las incontables calamidades causadas por el dirigismo anti-empresario es… más estatismo apropiador.
Y donde centenares de miles de ciudadanos honestos van profundizando sus ya serias dudas sobre la real utilidad para ellos y sus familias, del Estado y el sistema de la democracia tal y como están aquí planteados.
Tanto el desasosiego reinante como la fuerte sensación de estar mal encaminados como país, constituyen un entorno favorable a las reflexiones de fondo:
Cercanos al bicentenario, podríamos inspirarnos en los valientes patriotas de 1810 que, rompiendo las cadenas de un Estado ladrón y prepotente que los esclavizaba, crearon audazmente sus propias reglas más libres y justas.
Ciertamente nuestro país necesita hoy varios millones de patriotas de similar coraje: el interior profundo, el campo argentino y muchos otros ciudadanos de pie frente a los atropellos ya transitan ese sendero.
Entretanto, el poder del mito de la inevitabilidad del Estado-Mamá y su biberón clientelista es grande.
La explicación de la tolerancia de la mayoría a este sistema de “robo-con-violencia-de-baja-intensidad” en que se convirtió nuestra democracia (antes republicana) bien puede ser, por otra parte, simple resignación.
La mayor parte de las personas tiene el conocimiento vago e intuitivo de que el gobierno está gravemente implicado en el saqueo, el engaño y la depredación pero lo tolera, en la suposición de que también es solidario y altruista con los necesitados. Suposición esta, que falla al menos por tres lados:
Primero, porque nunca; jamás el fin justifica los medios y consentirlo es caer en la inmoralidad más explícita.
Segundo, porque los inmensos montos quitados a las personas en contra de su voluntad (la única diferencia entre un recaudador de impuestos y un ladrón es que el primero opera con una poderosa maquinaria por detrás apoyándolo) constituyen fondos que sus propietarios no reinvertirán, potenciando una expansión económica que crearía más y mejores empleos reales. Que contribuirían mucho mejor que la dádiva o el empleo público a mejorar la situación de los que hoy necesitan de la solidaridad y el altruismo. Y que estimularían a su vez el ingreso de capitales externos para todo tipo de fines productivos, realimentando un círculo virtuoso de riquezas.
Y tercero, porque ya deberíamos saber que los altos funcionarios no son seres moralmente superiores, sabios y desinteresados que se sacrifican por el bien de todos sino mujeres y hombres comunes, cuya principal motivación es su bienestar, el de sus familiares, amigos y de los muchos “socios y clientes” políticos que los ayudaron a encaramarse en esa situación de poder. Lo que garantiza que una gran parte del dinero “solidario” será redireccionado a discreción según les convenga, y que una gran parte del poder que ingenuamente les conferimos será utilizado para asegurarse regímenes de privilegio, obtener sobornos y diferencias económicas particulares.
Despertemos. No dejemos que nos sigan empaquetando.
El mito de lo inevitable y conveniente del Estado se sostiene en la antigua alianza entre “intelectuales” y políticos. Desde hace siglos, ideólogos y docentes amanuenses difunden entre las masas la creencia de que los dirigentes gubernamentales (el presidente, el rey, el déspota y su equipo legal etc.) son gente ilustrada y bondadosa que está allí por nuestro bien, que debe ser respetada y obedecida. O al menos que son inevitables y mejores a cualquier otra alternativa concebible.
A cambio de esto, el Estado les garantiza prestigio académico, puestos públicos en la burocracia, seguridad material y estatus. Desde allí pueden planificar “científicamente” la reingeniería socioeconómica más funcional al Gran Hermano político de turno.
Aunque no podamos desarmar al monstruo en forma inmediata, la verdad última es que no existe función del Estado que no pueda ser hecha por los individuos; el pueblo llano y trabajador con su sentido común, su iniciativa particular, su originalidad, su diversidad, su respeto por el prójimo y sobre todo, su innata dignidad.
Incluso servicios como los de justicia, salud, seguridad o educación que tan penosamente fallan a cargo del Estado desde hace décadas y más décadas a pesar de todos los esfuerzos en contrario, pueden ser prestados a menor costo, con mucha mayor eficiencia, honestidad y tecnología por la actividad privada. Con enorme ventaja para los usuarios de bien y mejores remuneraciones y oportunidades de progreso para los empleados de mérito.
Existe desde luego gente inteligente que ha estudiado en profundidad estos y otros casos de beneficio popular, arrojando al cesto de los tabúes primitivos el mito ruinoso que nos esclaviza.
Solo debemos confiar en nosotros mismos como comunidad inteligente, creativa, cooperativa y capaz.
No dejando que nos convenzan que somos y seremos una manejable majada de idiotas.
Repensemos con cuidado nuestro próximo voto ciudadano. Aunque se trate de uno en blanco.
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