Noviembre 2008
Cuando la República Argentina estaba en su apogeo, hacia la época del Centenario (1910), la carga tributaria -medida en estándares actuales- era insignificante.
Nuestro país se situaba entre los 7 o 10 mejores del mundo con logros que nos colocaban a la par o superando a otras grandes potencias en educación, salud pública, vida cultural, prestigio internacional, poder económico, exportaciones, vias férreas, ciencia y tecnología entre muchos otros ítems. Con una industrialización creciente y salarios superiores a los europeos, lo que nos convertía en destino preferido de inmigrantes emprendedores de todo el occidente. De hecho llegaban por millones, prefiriéndonos a Estados Unidos porque se consideraba que en pocos lustros nuestra república llegaría al nivel de super-desarrollo del gigante del norte, con más las ventajas de un temperamento de calidez latina.
Aunque esto es Historia y los totalitarios suelen reconocerlo a regañadientes, se lo descalifica con el argumento de que “había mucha pobreza”.
Justifican así –sin mayor análisis- el órdago de insensateces que siguieron, despeñándonos de las alturas de potencia mundial en ciernes al deprimente sótano de indigencia y atraso en que nos encontramos. Golpes de Estado del más obtuso nacionalismo con la importación de ideologías corporativas nazi-fascistas que fracasaban en otras partes. Fomento del odio de clase y de la cultura de la obsecuencia. De la dádiva con dinero ajeno a través de políticas impositivas de corte suicida, sustitución de importaciones con subsidios al consumo general, ataques tributarios contra la productividad de los empresarios eficientes y mil indiadas atávicas más, prolija y tenazmente aplicadas por militares, peronistas y radicales durante décadas con los resultados en pobreza y exclusión hoy a la vista.
Hablar de la “gran pobreza” que había en la época del Centenario implicaría explicar antes de qué nivel de pobreza abyecta, aislamiento social, insalubridad generalizada o analfabetismo se había partido. De cómo venían creciendo los índices de ingresos y acceso al bienestar. De cómo la Iglesia y la gente exitosa financiaban poderosas instituciones solidarias. O del hambre, la miseria, la falta de oportunidades y la humillación de la que venían los millones de personas que bajaban de los barcos. Muchos de ellos agitadores socialistas que contribuirían a nuestro colapso.
Una mención aparte merece la comprobación de que a medida que aumenta la participación estatal en la economía, decrece la tendencia solidaria entre la población.
El crecimiento de los impuestos impulsó y acompañó nuestra decadencia durante todo este tiempo. A más impuestos, más rápida decadencia. El actual paroxismo apropiador de la clase política y sus clientes remata y confirma la conclusión.
A menos robo impositivo (todo lo que se extraiga a punta de pistola es un robo) más reinversión productiva, más consumo popular, más capitales aterrizando, más competitividad a nivel país, más empleos y creación de riqueza genuina para todos. Y por supuesto, menos burocracia paralizante, menos corrupción desmoralizante, menos resentimiento, odio, envidias, parasitismo social y violencias confiscatorias, síntomas todos de un orden social alimentado –adrede- con pulsiones cavernarias.
No hace falta un gran Estado, costoso y burocrático para hacer más rica a una sociedad. Hace cien años nuestro Estado era fuerte pero pequeño, ilustrado y austero. Y la Argentina un gran país, pleno de optimismo; de futuro.
En realidad no hace falta Estado alguno para generar abundancia, porque el Estado no genera ni produce nada.
Nos quita dinero por la fuerza (visualicemos que 1 kg. de pan, 1 lt. de nafta, 1 heladera o 1 camión incluyen en su “precio” algo así como un 50 % de impuestos) para proveernos servicios poco satisfactorios. ¿O alguien está conforme con la salud pública, el sistema educativo, la seguridad, la justicia, las calles, las tierras fiscales abandonadas, las aerolíneas, las jubilaciones, los planes sociales clientelistas o las petroleras que “tenemos”? La cantidad de dinero que nos sacan es inmensa.
Ciertamente nos sobraría para comprar los servicios necesarios cualesquiera que fuesen, eligiendo entre las mejores y más avanzadas opciones que un competitivo mercado ávido de nuevos emprendimientos nos ofrecería.
Si los impuestos fuesen cero, la potencia de nuestra economía familiar sería máxima. He ahí el camino.
Hoy las grandes potencias recorren un sendero inverso. Sería nuestra oportunidad, si supiéramos aprovechar sus crisis y su desorientación.
Hasta hace un par de generaciones, por ejemplo, la Iglesia como institución estaba unida y entrelazada al poder político. Una red de relaciones y mandatos de rango legal y constitucional potenciaba mutuamente los poderes eclesiásticos y gubernamentales sobre la gente.
Hoy en día vemos en cambio como evidente la conveniencia de la separación de la Iglesia del Estado.
Resultó bueno para el Estado y en especial para la Iglesia por múltiples razones.
Por idéntica lógica nos va llegando el momento de evolucionar también de primate hacia homo sapiens libre y soberano en la separación de la tierra del Estado, la separación de los negocios del Estado, la separación de la prensa del Estado, la separación de la seguridad y los temas militares del Estado, la separación de la educación del Estado, la separación de la economía del Estado y en general la separación del Estado de prácticamente todo.
Sencillamente porque ha demostrado ser venal, caro, innecesario, prepotente y muy peligroso.
“Es imposible introducir en una sociedad un mayor cambio y un mal mayor que este: la transformación de la ley en un instrumento para el saqueo” o también “La gente empieza a darse cuenta de que el aparato del gobierno es costoso. Lo que aún no ven es que el peso recae sobre ellos” sentencias ambas de Frederic Bastiat, insigne economista francés del siglo XIX.
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