Enero 2009
En su reciente mensaje de fin de año, el Papa Benedicto XVI reiteró un precepto moral caro al catolicismo, tanto como a la mayoría de los credos religiosos: “debemos condenar la violencia en todas sus manifestaciones”.
Y resaltamos la palabra todas llamando la atención sobre violencias tal vez menos obvias que matar o golpear a otro ser humano aunque no por ello menos inmorales y dañinas.
¿No es violento acaso, impedir con premeditación que aquella señora empleada de comercio pueda comprarse un auto nuevo? El “progresismo” la forzó durante años a utilizar modelos viejos y ruidosos que se descomponían con frecuencia. O a caminar y apiñarse en transportes públicos para cumplir con sus obligaciones. O para irse de viaje. Desde luego, no puede pagar lo que cuesta el auto que razonablemente debería tener. Sin embargo sabe que en Estados Unidos, por ejemplo, un vehículo similar cuesta…casi la mitad. O sea un precio que ella sí podría pagar. Fue violentada por “alguien” que decidió -deliberadamente- que no tuviera un mejor nivel de vida, a pesar de ser ello factible. Y ese “alguien” obtuvo de eso una ventaja a sus expensas.
La diferencia de valores por ese auto aquí o allá no es culpa del fabricante argentino (la producción automotriz nacional trabaja con eficiencia y costos razonables) sino del gobierno y sus abusivos impuestos, que cargan sobre el precio final de venta hasta hacer huir a la señora de la concesionaria.
Si bajaran los impuestos hasta un nivel “razonable” (digamos el de Estados Unidos, por caso, aunque también es demasiado alto) el precio de venta al público caería en picada. Millones de argentinos podrían tener mejores autos.
¿Quién es el gobierno para arrogarse la autoridad moral de violentar a la señora negándole el derecho a tener el auto que eligió y que podría comprar? ¡Ella ni siquiera los votó!
Tal vez el del auto no sea el mejor ejemplo, teniendo en cuenta la confusión que aporta el "plan autos" lanzado por la presidencia. En realidad, un manotazo de ahogado para sólo 100.000 "beneficiarios" con dinero saqueado a las jubilaciones privadas, sin resignar impuesto alguno, a tasas elevadas y plazos cortos.
Debemos despertar a una realidad que el Estado procura ocultarnos: cada cosa que tocamos está cargada por una larga lista de complejos impuestos que encarece su precio en forma artificial.
Creando -con parlamentarios cipayos de la cleptocracia- leyes tributarias convenientes a sus intereses, el gobierno nos obliga mediante amenaza de violencia -a través de la fuerza pública- a pagar enormes sobreprecios. No solo por los autos sino por el pan, los zapatos, los lavarropas o los cuadernos. Por las computadoras, los pasajes, los cigarrillos o las revistas. Por la pintura, los juguetes, los alquileres o el atún en lata. Y por todo lo demás. Impidiéndonos conseguir todo aquello que necesitamos y que con seguridad podríamos comprar si sus precios bajasen… a la mitad.
Se dirá entonces: sin cobrar esto el Estado no podría subsistir. No nos importaría que los políticos, sindicalistas y vagos avivados se quedaran sin su curro y tuvieran que empezar a trabajar en serio como cualquiera de nosotros, pero ¿qué pasaría con todas las familias que sobreviven gracias a la asistencia social?
Volvamos entonces al ejemplo de la primera señora: quitando impuestos del medio, ella compraría el auto nuevo que desea. La concesionaria ganaría y también la empresa de camiones que lo transporta desde la fábrica. Ganaría la fábrica haciendo un vehículo más y también el importador que trajo las cinco gomas, su fletero y la compañía de seguros en tránsito. Derivaciones que podrían multiplicarse por mil y por los cientos de miles de autos nuevos que se venderían. O usados. Y por los millones de nuevos compradores de pan, zapatos, lavarropas o cuadernos, con sus cadenas de valor de producción, ventas y servicios conexos.
Fábrica de autos que vende más, gana más e invierte más para crecer en producción, aumentando sueldos y dotación de empleados, desde ingenieros y contadores hasta obreros y administrativos. Y genera más trabajos conexos para más personas. Muchas de ellas podrían tener una familia. ¿No serán las mismas que recibían del gobierno su “plan social” de subsistencia? El mismo “alguien” que impide a la señora mejorar su calidad de vida, impide a todos los que dependen de estos indignos subsidios mejorar igualmente sus niveles de vida, saliendo del desempleo y la carencia.
El freno a la violencia que representa la exacción impositiva redunda inevitablemente en prosperidad. Lo agresivo, lo que restringe libertades entorpeciendo mercados, además de incorrecto es un muy mal negocio social.
Coincidimos con el Papa: la violencia no es negociable en ninguna de sus manifestaciones.
Mas el negocio político corre por otros carriles y otros son sus intereses de clase. Los conocemos.
Buenos Aires se apresta a un nuevo aumento de impuestos, empezando por el de patente. Ya es una exacción elevada e inadmisible, por el sólo derecho a usar un auto que habíamos pagado con todos sus irritantes recargos.
Sabemos que en Estados Unidos (primera potencia mundial, recordemos) un vehículo medio sólo tributa quince dólares al año, adhiriendo un sticker al parabrisas.
Salta a la vista que nuestros gobernantes se encuentran seriamente confundidos o son muy cínicos, cuando nos exhortan a no evadir impuestos apelando al slogan “por una nueva cultura tributaria porque menos deudores es más justo para todos”. En estricta justicia, esas palabras deberían ser su propia medicina ya que la nueva cultura tributaria es comprender que los tributos deben descender a marcha forzada con firme tendencia al cero.
Y que los deudores del sistema son todos los que, desde hace muchos años, viven y prosperan a costa del esfuerzo y el capital ahorrado por otros. La clase política y sus esbirros recaudadores en primer término.
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