El problema agropecuario es un caso serio. Un dilema que nos viene desde el fondo de la historia. Porque la Argentina (y antes el virreinato) inició su existencia apoyada en una sola columna: la producción agroganadera, base vital y dominante de toda la vida económica y comercial de la nación.
Nuestra historia, nuestra identidad, nuestra cultura, nuestra tradición y nuestro subconsciente colectivo, así como nuestra imagen en el extranjero desde siempre y aún hoy, están muy ligadas a lo agrario. Al campo argentino; a esa pampa tan desmesurada como nuestro carácter y tan mítica como nuestro destino de grandeza.
A partir de la sanción de la Constitución en 1853, nuestro país saltó a un ciclo de desarrollo acelerado que nos hizo trepar en el ranking de la prosperidad, hasta situarnos en las primeras décadas del siglo XX entre los 10 mejores países del mundo.
El modelo económico que motorizaba esta espectacular evolución, el que marcaba -y marca- la Constitución siguiendo el pensamiento de los Padres de la Patria, era el modelo liberal.
El sistema agro-exportador funcionó en sincronía con nuestros clientes compradores y los incentivos del mercado potenciaron la incorporación de tecnología y capitales allí donde la demanda marcara el mayor beneficio para el país en su conjunto. El mundo necesitaba alimentos de calidad y la Argentina, en efecto, los proveía. Así crecimos.
Ensamblando nuestras ventajas comparativas con las necesidades de un planeta hambriento, la producción agropecuaria se transformó en la locomotora natural de nuestro progreso.
El agro con su corriente exportadora no inhibió a las demás actividades y desde principios del pasado siglo XX pudo verse una industrialización creciente en gran cantidad de rubros.
A modo de ejemplo, tenemos que la cantidad de establecimientos industriales en esa época pasó de 36.500 en 1908 a 48.700 en 1913 y a 61.000 en 1924. Diversas situaciones en el comercio internacional a lo largo de esos años crearon la necesidad local de ciertos productos (la demanda) estimulando su fabricación nacional (la oferta) en un constante incremento de la producción manufacturera. Las leyes de libre mercado funcionaron tal como siempre lo habían hecho y así siguieron operando (como al mismo tiempo lo hacían en otros países similares: Australia, Canadá etc.) a pesar de crecientes imposiciones e interferencias de nuestros gobiernos.
Desarrollo total y exportación de materias primas no son -para la gente dotada de cerebro- conceptos contrapuestos sino complementarios. Estados Unidos, la sociedad más poderosa del mundo, fue y sigue siendo una potencia agro-exportadora.
Argentina, que hacia principios de los 40 era todavía acreedora del Primer Mundo y superior a los 2 países antes nombrados eligió, a partir de 1945, profundizar con decisión el modelo opuesto.
Nuestra política de sustitución de importaciones se basó, desde entonces y hasta el día de hoy, en frenar a la locomotora agropecuaria (y agroindustrial) quitándole ganancias reinvertibles para transferirlas al gobierno. Que fomentó con subsidios, corrupción, “amiguismo” y leyes prebendarias un modelo de industria protegida, incapaz de competir en el mercado mundial. Orientada a un mercado interno tan cautivo como pequeño. Un verdadero taller protegido a gran escala.
El estúpido temor, nunca justificado, de que íbamos a quedar condenados a ser una república pastoril manejada por una élite con decenas de millones de sub-ocupados miserables, nos condujo derechamente a la miseria. Mientras nuestros competidores que eligieron no estrangular al agro, nadan en la abundancia desde hace muchos años.
Australia y Canadá siguieron apoyando su modelo agro-exportador, que traccionó naturalmente a sus economías hacia una industrialización orientada a lo exportable.
Hoy son potencias agropecuarias, industriales, tecnológicas, culturales y de avanzada en la generación de conocimientos con todo lo que ello significa para el nivel de vida de sus poblaciones.
Sabiendo que decir esto es una simplificación por demás burda, ya que también tallaron las motivaciones de fondo de muchos cínicos traidores, que conquistaron el poder en nuestra patria buscando adrede estos resultados de desastre, para medrar montados en la ignorancia y la pobreza del pueblo.
Sabiendo también que los brutales frenos aplicados a nuestro despegue operaron -y operan- con trasfondo ideológico.
La envidia de la prosperidad ajena sumada al resentimiento que genera la propia incapacidad, fueron sentimientos importados por inmigrantes activistas de izquierda corridos de la Europa del 900, que sembraron en Argentina la cultura ideológica del fracaso. Y la víctima propiciatoria en nuestro caso fue el sector agropecuario en su conjunto, responsable primario del éxito nacional.
Peronistas, militares, radicales, socialistas, democristianos, neonazis, humanistas, marxistas, progresistas y nacionalistas apoyan este modelo económico, envasándolo bajo diversas presentaciones. No querer verlo, es ser colaboracionista de quienes hundieron -y hunden- nuestra Argentina.
Acogotar a la gallina de los huevos de oro es hoy Política de Estado. “El campo”, el enemigo a liquidar. Cae la intención de siembra y la retención de hembras para madres, quiebran por doquier empresas agropecuarias grandes y chicas de alta eficiencia productiva, desaparece la reinversión y el uso de tecnología ante el derrumbe de la rentabilidad, aumenta el endeudamiento para salir de un torniquete fiscal minado de impuestos confiscatorios y bajan los saldos exportables con riesgo cierto de desabastecimiento interno, mientras el sector entero implosiona lentamente hacia la ruina.
Más de 60 años de tipos de cambio diferenciales, retenciones a las exportaciones, triples y cuádruples tributaciones sobre un mismo bien (la tierra), impuestos discriminantes, prohibiciones al libre comercio y cientos de otras agresiones conformaron el paquete de “herramientas” utilizado para una transferencia (o simple robo) de capital del agro al gobierno cuyos resultados están a la vista.
Los montos totales son espeluznantes (muchas decenas de miles de millones de dólares), lo mismo que la defraudación moral y el colapso económico que provocó en toda la sociedad.
Los alimentos, “la soja”, son el petróleo de nuestra época. ¿Qué pensaríamos si Arabia Saudita dinamitara sus pozos petrolíferos? ¿Si Japón hiciera quebrar con impuestos a Toyota, Sony, Honda y Toshiba? ¿Si Suiza arrasara con sus industrias farmacéuticas y de relojería? Porque eso es lo que Argentina hace con su complejo agro-industrial. En lugar de potenciar por 10 su producción, facilitando el desarrollo de industrias integradas que también exporten valor agregado a precios competitivos.
Pensemos otra vez nuestro próximo voto y señoras, señores, tengamos presente aquel dicho porteño: el calavera no chilla.
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