Septiembre 2009
Uno de los subproductos de la decadencia que, en todos los órdenes, caracteriza a nuestra República Argentina lo constituye esa turbia afición -desde unos 25 años a esta parte- por cambiar los nombres a calles y otros sitios públicos, imponiendo los de personas inapropiadas.
Difícilmente exista lugar en el país donde ediles, legisladores o mandatarios se hayan abstenido de este tipo de torpeza que desnuda, por cierto, penosas miserias culturales y éticas tanto de sus autores como de quienes los apoyan.
Es sabido que la verdadera Historia de cualquier personaje sólo puede empezar a escribirse, libre de apasionamientos, no menos de 50 años después de su muerte. Los períodos históricos no pueden ser calificados por los propios actores interesados. Serán entonces los estudiosos que nos sobrevivan quienes tendrán la última palabra con respecto a las políticas de Estado y los hacedores de hoy. Los resultados que, para el conjunto social, el prestigio y la potencia económica de la patria tengan sus acciones en el largo plazo marcarán el tenor de su inclusión en los libros definitivos, de la mano del análisis de los bisnietos de aquellos contemporáneos.
En definitiva, la ilusión de brindar lustre y grandeza precipitada a través de este tipo de “homenajes” amañados, sólo consigue un inútil desacuerdo generador de rencores. Y la seca enseñanza por defecto, de lo siguiente: el honor póstumo que se pretende imponer, no es más que un cínico recordatorio de aquellas personas que se creyeron con “derecho” a disponer por la fuerza la redistribución de la riqueza que otros produjeron, reduciendo a esos trabajadores-creadores a bienes de uso. Recordatorio subrayado por el desastre de desnutrición, delincuencia y pobreza “inexplicable” que nos viene golpeando, producto directo de haber conducido a la nación por esa senda infame. Porque es claro que no existe tal “derecho” de algunos hombres a violar el derecho de los demás; y que la única forma de llevar tal atropello adelante es poniéndoles un revólver en la espalda. Todo inmoral, primitivo y contraproducente, por cierto.
Como todos los populismos, el socialismo vampiro que nos viene arruinando es una sicótica búsqueda de lo inmerecido. Porque a la grandeza se llega a través de la racionalidad en apoyo del honesto esfuerzo productivo individual, mientras que los falsarios tratan (con soberbia) de dejar de lado el ejercicio racional de admitir la preeminencia de la libertad sin coacciones, sin robo, como único camino ético y moral hacia la gloria. Violando con espectacular descaro el grito sagrado de nuestro Himno y el espíritu liberal de nuestra Constitución.
Al no respetar cabalmente el derecho a la propiedad privada, los estatistas nativos dinamitaron por la base la construcción de una sociedad más inclusiva y progresista (en el buen sentido de ambas palabras). Asfixiantes y abusivos impuestos de toda clase o torniquetes reglamentarios contrarios al libre ejercicio de toda industria lícita son claras muestras de tal (estúpida) violación.
Las señoras y señores que nos perjudicaron gobernando mal, ya sea por ineptitud e ignorancia, ya sea por medio de mafias corruptas con fines de lucro malhabido, ya sea movidos por resentimientos derivados del odio hacia sí mismos o por una combinación de todo esto, son responsables de que hoy los argentinos no disfrutemos de los ingresos, infraestructuras y ventajas que desde hace tiempo deberíamos tener.
Abundancia de empleos ofrecidos e ingresos elevados a todo nivel para que cada cual pueda comprar lo que soñó o ser generoso en lo que quiera sin robárselo a otro, usando al gobierno como arma. O infraestructura normal con decenas de miles de kilómetros de autopistas, trenes bala entre ciudades y modernizados cargueros para mover la producción entre océanos, más y mucho mejores aeropuertos, energía limpia y renovable sin restricciones, educación y salud pública subsidiarias de primer nivel, seguridad y justicia súper tecnologizadas, grandes nuevos puertos de aguas profundas, asfalto en zonas rurales, agua potable y manejo de deshechos con la más moderna ingeniería urbana para todos los centros poblados, wi fi sobre todo el territorio nacional y cientos de otras ventajas básicas.
Como cientos de avenidas, instituciones y hasta poblaciones que llevan hoy los nombres de mujeres y hombres que dedicaron su vida a impedir, por limitaciones intelectuales e intereses personales, que nuestro despegue se concretara. A no dejar que los argentinos de los últimos 60 años viviéramos bien.
Jugaron con la falta de educación y la desesperación de los indefensos, maniobrando a espaldas de todo patriotismo para mantener su antigualla anti-empresa en el poder. Fracasaron en toda la línea y el pueblo pagó con su sangre esta caída.
Aún seguimos teniendo las herramientas y las oportunidades para volver a ser el faro ético y económico de los pueblos malgobernados del planeta. Para construir velozmente (y sin mucho esfuerzo) una Argentina opulenta y generosa, abierta a todos y llena de oportunidades.
Mas no podremos gozar ese destino sin antes convencernos de que el virus socialista que bajó de los barcos oculto entre las oleadas inmigratorias del Centenario y que hoy sigue causando nuestro desangre, debe ser combatido y aniquilado con masivos antibióticos capitalistas. Enormes aportes de capital. Enorme surgimiento de nuevos negocios y emprendedores. Enormes producciones y exportaciones. Enormes ganancias empresarias (por derecha) y reinversiones. Enormes aumentos (reales) de sueldos con requerimientos de más empleados. Enormes mejoras en el bienestar de los más postergados. Y para lograr ese milagro argentino, enormes libertades económicas, creativas, reglamentarias, laborales y de disposición patrimonial. Todo muy avanzado y abierto. Lejos de nuestras obsoletas, mezquinas obsesiones dirigistas.
Ese día, los carteles de dirigentes e intelectuales colaboracionistas que traicionaron y vendieron al país llevándolo de potencia acreedora a tierra de mendigos, serán descolgados en silencio.
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