Diciembre 2009
En un sistema tan imperfecto y primitivo como el democrático, cobra vital importancia la orientación que la fuerza del número (el atávico “somos más”) imprima a la acción legislativa.
En nuestro caso, donde ni siquiera hemos alcanzado el escalón de la democracia republicana, es más vital aún: las cámaras del Congreso cargan aquí con una sobredimensión de sus responsabilidades. Deben enfrentar a un Poder Ejecutivo despótico, irrespetuoso de preceptos constitucionales y desligado tanto de reglas éticas (no mentir, no robar, no usar la pobreza etc.) como de normas de respeto y maneras civilizadas (no difamar, no cooptar con dinero público, no satisfacer resentimientos personales usando el poder del Estado etc.). Debiendo arreglárselas, además, con un Poder Judicial pusilánime, de escasa credibilidad y penosamente sometido al Ejecutivo mediante diferentes mecanismos extorsivos.
Difícil tarea la que se espera de los legisladores, casi propia de héroes dispuestos a sacrificarse arriesgándolo todo, en aras del bien de la gente de trabajo.
Porque esperamos comprendan que lo hecho por parlamentarios anteriores, podría resumirse en haber impuesto (por acción u omisión) a los ciudadanos nuevas obligaciones, restringiendo en cada caso sus previas libertades y derechos con aumento de sus cargas públicas. Disminuyendo la parte de las ganancias que antes se guardaban para sí y aumentando aquella parte de sus ingresos que ahora queda a disposición de los funcionarios.
La sórdida experiencia de estos últimos 6 años, para no ir más lejos, debería servirles para asumir en profundidad que la multiplicación de parches y soluciones artificiales buscando mitigar los sufrimientos de los necesitados, terminaron convirtiéndose en causa de esos mismos, nuevos sufrimientos. Faltó reflexión inteligente sobre los efectos colaterales, de mediano plazo y remotos de cada acción parlamentaria, que en su momento pudo parecer justificada. O bien primó la criminalidad apoyando, a sabiendas, medidas contrarias a la atracción de los capitales de inversión que necesitaba la enorme legión de los empobrecidos para salir de la miseria. Medidas contraproducentes que claramente engrosaron las filas de quienes dependen de algún subsidio, con graves implicancias en fomento de corrupción y desaliento productivo.
Bien miradas, la inmensa mayoría de las leyes votadas durante las últimas décadas no son otra cosa que intentos de corregir efectos negativos de anteriores leyes dirigistas, apoyadas a su tiempo por legisladores igualmente ineptos. Calesita que realimentó una progresiva necesidad de restricciones a la libertad y atropello económico, hundiendo cada vez más a la nación en el pantano.
Bloques parlamentarios de este nivel, se percaten de ello o no, son meras montoneras socialistas que se nutren de un creciente grado de esclavitud comunitaria. Servidumbre basada en la cada vez mayor cantidad de tiempo y trabajo que las personas sin privilegios deben emplear en beneficio de “otros” (la oligarquía política en primer término), achicando el beneficio propio. Y perdiendo cada vez más horas en colas de pago y reclamo, trámites para todo autocontrol imaginable o servicios de delación coactiva gratuitos, como el perverso juego cruzado de los “agentes de retención”. Mecanismos totalitarios si los hay.
Si la buena gente desea subsidiar a incapacitados, ancianos y seres en desgracia o padres y madres de familia que perdieron sus empleos, junto a vagos, irresponsables, violentos, ladrones y viciosos a quienes repugna el trabajo estable de horario completo, nos parece magnífico. Debieran anotarse en padrones de voluntarios donantes de impuestos especiales, para que los funcionarios distribuyan en forma ecuánime y caritativa sus dineros.
Lo que no debieran es votar a un grupo de esbirros que dispongan por ley que quienes no desean subsidiar a la gente del segundo grupo, deban hacerlo forzados bajo amenaza. Ni permitir que su sentido solidario, aún coactivo, inflija sufrimiento y haga más dura la lucha por la existencia para las mujeres y hombres que intentan mantener a sus familias y progresar por el propio esfuerzo. Los diputados y senadores progresistas han sido hasta hoy esos esbirros, al servicio de quienes proponen que “otros” paguen la cuenta de sus peregrinos ideales y deseos. Con el agravante de que esos “otros” que caen bajo las balas impositivas resultan ser, tanto en número como en porcentaje mayoritario de aportes, inadvertidas víctimas de las clases media y baja.
Los legisladores han conspirado hasta ahora, asimismo, contra consumidores y empresarios-no-subsidiados apoyando intervenciones de mercado y medidas proteccionistas, procurando que los empresarios-subsidiados protegidos ganen, a costa de que millones de argentinos pierdan. Las honorables cámaras deberían cambiar el término “proteccionismo” por el más correcto “agresionismo” para que quede clara la opción que han estado tomando: satisfacción de corto plazo a ser pagada por la siguiente generación (o gobierno) con derrumbes de competitividad, productividad, exportaciones y… nivel de ingresos de los más indefensos. Nuestra historia es aleccionadora prueba de ello.
Claramente, cuando parlamentarios ignorantes que no han comprendido ni estudiado el orden de la riqueza, pretenden poder para regular nuestra extraordinaria complejidad social, la posibilidad de que generen desastres de dimensión histórica es muy elevada. Con más razón cuando aún entendiendo el daño, lo apoyan levantando su brazo por conveniencia.
En suma: el patriotismo de los legisladores y sus servicios al pueblo quedarán demostrados solamente por aquellos que se planten con indoblegable fiereza frente a adversarios mafiosos, corruptos y ladrones. Defendiendo el núcleo duro de nuestra Constitución Nacional, que establece que cada ciudadano tiene derechos que ni las mayorías, ni los políticos todopoderosos, ni sus fuerzas de choque pueden atropellar.
¿Podremos esperar que hayan evolucionado algo, procurando salir de la era del simio en la que nos hallamos empantanados?
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