Enero 2010
La mayoría de las buenas personas en nuestro país, y nos atreveríamos a decir en el mundo creen que el Estado beneficia más de lo que perjudica.
Piensan que las intervenciones de mercado o los subsidios son cosas positivas porque equilibran la producción local y ayudan al consumo. Están seguros de que un Estado asistencialista es imprescindible en la protección de los desvalidos, atemperando los efectos de la falta de educación, del desempleo y el hambre.
Justifican los impuestos, aún los de aplicación desigual y los distorsivos porque los perciben operando “la redistribución” bajo la forma de seguridad, salud, justicia y educación (incluso universitaria) gratuitas o al menos de muy bajo costo, “para todos”. No les molesta que sean elevadísimos para algunos, porque les parece que sirven para acortar la diferencia social y de ingresos entre “ricos y pobres”, en busca de una sociedad “más solidaria, igualitaria y justa”.
Dan poca importancia a los hechos de corrupción y enriquecimiento ilícito de funcionarios, amigos de la política y sindicalistas. Aunque parezcan un tanto escandalosos, porque “los pagan los contratistas ricos por su voluntad” y porque, además, quienes se hacen con esas fortunas son “gente común, como nosotros, que vienen de hogares humildes y fueron elegidos por el pueblo”. Algo así como una lotería sin mayor daño colateral.
El sistema democrático, la república, los Poderes independientes, la Constitución, el ejemplo (y mandato) de los próceres, el federalismo o las leyes que protegen nuestras inversiones y libertades tienen poco peso: se reducen en la práctica a elegir cada 4 años a un “jefe” que les asegure otro período de gobierno del “buenismo”. Encabezando un gran Estado-papá bueno, comprensivo y protector del “pueblo trabajador” aunque macho y justiciero poniendo coto a las ganancias patronales.
Gran cantidad de electores de clase media socialistas, cobistas, radicales, aristas, solanistas, duhaldistas, rodriguez-saístas y otros adscriben de manera natural a tales pensamientos, compartidos desde luego por los votantes del kirchnerismo puro, quienes… ¡no están solos en esto!
Esta sencilla exposición del pensamiento íntimo de la mayoría (que estimamos en más del 70 %) explica por sí sola porqué las Malvinas siguen en poder de los ingleses, porqué la Argentina retrocede año tras año en el concierto internacional, porqué huyen los capitales nacionales y porqué no aterrizan los capitales extranjeros. Explica la trágica expansión de sub-ocupación y pobreza o las pésimas calidades institucional, educativa, sanitaria, legal y de seguridad que nos hacen la vida tan difícil: impuestos a la alemana y servicios públicos a la africana.
Cuando la meta ni siquiera debería ser impuestos a la alemana con servicios a la alemana, sino impuestos a la Gran Caimán (mínimos) y servicios superiores a los alemanes. Tenemos potencialidad de sobra y la inteligencia para hacerlo.
Madurar como sociedad implica dejar atrás la cobardía y el temor de ver afectada nuestra quintita, para empezar a pensar en una escala más audaz… si en verdad queremos el más alto nivel de vida general, sin inmaduros terrores al poder del dinero, a las fortunas personales o a las más grandes inversiones.
Nuestros mayores, los que hicieron grande a la Argentina, vinieron de Europa huyendo de Estados omnipresentes que los aplastaban impidiéndoles crecer. Hoy y aquí, sus descendientes reconstruyen a fuerza de votos ese mismo Estado opresor. Con las ingenuas intenciones del buenismo vamos empedrando nuestro descenso al infierno estatista.
Lo cierto es que el Estado perjudica a la mayoría. Sólo beneficia a sus integrantes y a los que tomaron la decisión de vivir a costillas de otros.
Los subsidios, el proteccionismo (más correcto sería llamarlo “agresionismo”) y la intervención gubernamental en los mercados falsean las relaciones de precios. Distorsionan el cálculo económico que dictaría la lógica de la elección del consumidor y promueven graves errores en la asignación de recursos e inversiones. Esto se paga a mediano y largo plazo con pérdidas de productividad y competitividad a nivel país. No sirven. Provocan desempleo, pérdida de oportunidades y empobrecimiento, sobre todo, en los estratos más vulnerables.
Cientos de miles de desvalidos claman entonces por la “solución” de un Estado asistencialista que los proteja y que subsidie a los que van quedando golpeados por la crisis, sean empresas o particulares.
Es como aquel cartel en la puerta de un hospicio que rezaba: Este sitio fue construido por una persona piadosa, aunque primero fabricó los pobres que lo habitan.
Los impuestos, en especial los muy elevados, los desiguales y los distorsivos, atentan contra la reinversión y contra la creación de nuevas empresas y negocios. A menos tributos, tendríamos más inversión creando empleo, más empresas y emprendimientos compitiendo por más personal y mejores retribuciones ofrecidas. Se trataría de una redistribución inteligente, claro.
Las mayorías deberían darse cuenta de que las mejoras de ingresos, oportunidades de ahorro y calidad de vida de millones son mucho más importantes que las diferencias de riqueza individuales que pudieran darse. Es la condición del progreso, más allá de la envidia, si el objetivo es poner mucho más dinero honesto en manos de mucha más gente. ¡Gente que podría entonces optar por los servicios privados de su elección, huyendo de la vejación estatal!
El servicio público no es redistribución; es monopolio abusivo con costos ocultos. El igualitarismo no produce riqueza; la impide. El Estado no crea riqueza; la esteriliza.
La corrupción, por su parte, debe ser severamente condenada sin importar el origen social del delincuente. Los “contratistas ricos” que en parte podrían pagarla, son empresarios-basura que con su actitud perjudican a otras empresas que, en competencia limpia podrían haberse adjudicado la misma tarea a menor costo. Sin cargar la “comisión” en la obra. Perjudican a contribuyentes, a usuarios, a empleados y proveedores de las firmas desplazadas. Perjudican al país.
El coto, entonces, hay que ponerlo a la corrupción, no a quienes arriesgan su dinero creando y haciendo crecer empresas que no pesen sobre los ciudadanos. Y la condena social debe ser para la fortuna malhabida, sin confundirla con el enriquecimiento por derecha.
Como se ve, todo un nudo de peligrosa confusión conceptual, a ser desatado a través de la libertad de elección, de la ética pública y de la no violencia económica.
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