Enero 2009
Es todavía muy arraigada la creencia de que el Estado, con su accionar en general, beneficia a las personas más de lo que las perjudica.
Dicha creencia encuentra sustentación en el ancestral temor que los seres humanos tienen al caos. La anarquía, la ley del más fuerte, el imperio del terror y la injusticia son espectros de los que el Estado nos protege, según el imaginario popular. Su existencia, se piensa, nos provee reaseguros contra las conductas antisociales, la explotación de los más pobres y los peores efectos de eventos catastróficos, sean estos de carácter natural o financiero.
Algo así como un padre buenazo, más trabajador que propenso al vino y más comprensivo que violento.
Se lo considera indispensable, asimismo, para brindar educación, salud y seguridad para todos aquellos que no pueden acceder a estos servicios pagándolos a prestadores privados.
En el futuro (no tan lejano; posiblemente hacia el último tercio de este siglo) tales percepciones cambiarán. Una impresionante evolución ciber-nano-tecnológica que conectará a todas las personas en redes de utilidad e información junto al avance de la interdependencia mundial por la vía del comercio y los códigos culturales, acelerarán la comprensión del gigantesco mito en el que hemos estado viviendo.
La evidencia palmaria de los hechos, así, acabará imponiéndose a las ventajas espurias de las oligarquías dominantes (en nuestro caso actual los políticos populistas, los empresarios subsidiados, los sindicalistas o piqueteros corruptos y la intelligentzia progre).
Estudiosos, expertos en las más diversas disciplinas y analistas perspicaces que observan el curso de macro-tendencias globales se encuentran decodificando ya, las formas de lo que vendrá (*)
La democracia como sistema dejará de prevalecer sobre un mercado planetario abierto, con fronteras que tenderán a desdibujarse. Multitud de nuevas y poderosas megaciudades ganarán independencia y protagonismo. Individuos y familias migrarán sin obstáculos en busca de bienestar y conveniencias donde sea que estas se hallen. Los Estados-nación se debilitarán para finalmente desaparecer al tiempo que los últimos servicios colectivos, seguridad y hasta soberanía pasen a control de los consumidores a través de agencias privadas de su elección, en libre competencia y sin nacionalidad. La fusión multicultural, multirracial, mostrará entonces todo su fecundo poder creativo. Habrá contratos en lugar de leyes y arbitrajes en lugar de justicia pública, entre muchos otros cambios que la informática ya hace posibles a escala total. Sin caos ni barbarie. Con aumento de responsabilidad individual, de riqueza general y de respeto por lo ajeno.
Puede gustarnos o no. Puede que llegue antes o después. Atravesado de avances diferenciales y retrocesos parciales. Con guerras y resistencias puntuales. Con conflictos de muchas clases o con pueblos que otra vez se nos adelanten. Puede no ser exactamente así pero el derrotero de nuestra civilización nos lleva en esa dirección. Y cuanto antes se posicione nuestra sociedad para aprovechar anticipadamente sus ventajas, tanto mejor.
Lo que tenemos en Argentina hoy huele a viejo. A superado. A violencia socialista, nacionalista y fascista del siglo pasado, aplicada a la obtención de fondos mediante coacción. Porque son ideologías básicamente esclavistas que sólo funcionan a palos, amenazas y latigazos; en las antípodas del respeto y la no-violencia. Se trata de la ley del terror… y está vigente entre nosotros.
El supuesto reaseguro que nos brinda el Estado contra las conductas antisociales, la explotación y las calamidades no es tal.
Nuestra vida se desarrolla dentro del caos de un anarco estatismo de cuño mafioso generador de degradación social, proceso cuyas señales se perciben por doquier. Una farsa criminal que, a buen seguro, tiene fecha de vencimiento.
El padre bueno, mirado de cerca, revela tras su sonrisa sardónica que está mucho más inclinado al alcoholismo y los golpes que al trabajo honrado y la comprensión. Lo único que “comprende” el Estado es la toma de ventajas económicas para sí y para sus aliados en el negocio de manejar el monopolio de la violencia, la creación de leyes y la aplicación de penas. Aquí y hoy, imperan la ley del más fuerte y la injusticia que tanto se temían.
Es, sin dudas, el gran explotador de pobres y excluidos ya que el inmenso monto de sus subsidios y gastos o la asistencia que presta frente a eventuales desastres, resultan obtenidos de la succión de fondos restados a la reinversión productiva. Reinversión que hubiese generado en el tiempo, un bienestar social muy superior al provisto por la máquina burocrática mediante inyecciones de dinero siempre insuficientes, poco productivas y minadas de corrupción.
Los humildes que pretenden abanderar terminan explotados, sometidos y cosificados pagando la estupidez de esta ineficiencia en la asignación de los -siempre escasos- recursos.
El Estado crea la miseria que luego impide a las personas enfrentar con más dinero en el bolsillo las desventuras que la vida normalmente les depara. Se trata de un negocio millonario, claro.
Obviamente, una sociedad que enriqueciera enérgicamente a sus integrantes a través de la meritocracia del estudio, el trabajo, la responsabilidad personal y el respeto mutuo, sería una sociedad donde un número creciente de familias pasaría a optar por sistemas de salud, seguridad y educación privados. La necesidad de lo público, del colectivo obligatorio, sólo surge de la pobreza.
Las generaciones futuras nos verán como nosotros vemos hoy a los antiguos babilonios, trabajando poco más que por la subsistencia en beneficio de los sátrapas megalómanos y su escandalosa corte de parásitos.
¿Seguiremos atascados en la vieja creencia estatista…esperando obtener resultados diferentes?
(*) Véase art. “Lo que vendrá” en secc. Enfoques, La Nación 27/12/09
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