Febrero 2010
Muchas veces se ha dicho -y es cierto- que la democracia es el peor sistema de gobierno, excepción hecha de todos los demás.
A pesar de ser hoy la forma de organización social más deseada y glorificada, todos quienes “gozan” de sus bondades tienen a mano un repertorio crónico de serias quejas, oprobios, impedimentos y atropellos atribuibles a su mal funcionamiento.
Pero el horror de estar gobernados por los peores -inmensa mayoría de la oposición incluida- pone a los argentinos en un sitial de dudoso privilegio. Comprobando con inusual claridad y bajo lente de aumento la peor cara del sistema. Asistiendo en vivo al espectacular fallido de las formas democráticas, en su fatal derrape hacia la demagogia.
El problema, y nos referimos al de fondo, es la propia existencia de gobiernos formados por personas que se arrogan el poder de obligar por la fuerza a otros seres humanos pacíficos a hacer cosas que por propia voluntad no harían. Porque dejando a salvo la absoluta responsabilidad sobre los propios actos, la cuestión queda reducida a someterse a la injuria cavernaria de un sistema que antepone por norma la imposición forzosa a la elección voluntaria.
Un ejemplo obvio de esta aseveración es el caso de millones de personas que no están de acuerdo en entregar dinero bajo amenaza (impuestos) para ser empleado en objetivos con los que tampoco comulgan, más allá de que otro grupo más o menos numeroso -sea de izquierda o de derecha- opine lo contrario, comisionando a delegados (gobiernos y “oposiciones”) para que lleven este forzamiento a efecto.
Y si a alguien le quedasen dudas, le sugeriríamos probar despenalizando la evasión…para ver qué elegiría pagar la gente bajo verdadera libertad de opción.
El sistema del arma en la nuca, desde luego, nunca será lícito, deseable, glorificable ni justificable. No es un objetivo válido desde el instante en que el fin no justifica los medios. Por el contrario, es deber moral de todos perseverar en la búsqueda de soluciones más inteligentes y superadoras apuntando a la no-violencia (y al ostracismo de los y las violentas) en todos los campos de la acción humana.
Demos una navaja a un mono y cortajeará a sus compañeros; demos todo el poder de un Estado a algunos ignorantes o delincuentes y obtendremos algo como esta Argentina gravemente herida.
Esta opción profunda, revolucionaria de civilización o barbarie empezará a dilucidarse de manera definitiva, con un poco de suerte, en el curso de este mismo siglo. Mientras tanto seguiremos durmiendo con el enemigo especialmente en nuestro país, donde en los últimos 80 años el Estado golpeador ha venido azotando a su compañera república hasta dejarla irreconocible.
El poder debe democratizarse, descentralizarse, municipalizarse para finalmente diluirse entre la misma gente, minimizando así el enorme daño que su concentración ha probado producirnos.
En modo alguno debería temerse que la retirada del leviatán (*) con su máquina de impedir y robar provoque una explosión de ganancias privadas “sin control”, ya que el control está dado por la libre competencia (cuanto más libre, más control y poder ciudadano) y la explosión de ganancias siempre significará explosión de demanda laboral agregada. A diferencia de nuestros sistemas cerrados, donde cualquier empresa con ventajas monopólicas digitadas sí puede causar grandes abusos y desastres con explotación de clientes cautivos. El más reducido y moderado de los Estados será siempre más dañino para los intereses de la gente común que la más insensible combinación de empresas bajo régimen de libre competencia.
Aquello de “estar gobernados por los peores”, por otra parte, es resultado directo del funcionamiento real del sistema que nos rige. Un sistema que obstruye el avance educativo fabricando masas de ignorantes, mediante el fomento deliberado de un cóctel que incluye escasez material (o miseria) en las familias de los alumnos, pobreza de medios, tergiversación histórica, bloqueo a la enseñanza de valores evolucionados, contenidos obsoletos y clientelismo vil.
Mentes así “educadas” conforman luego las mayorías que el sistema requiere para avasallar más y más el principio madre que nos separa de la barbarie comunista: el derecho de propiedad privada. Un derecho humano previo y cimentador de muchos otros, seriamente corroído en nuestro país al menos desde 1930 y cuya erosión constituye la primera explicación de nuestra decadencia.
El círculo vicioso del negocio político, cierra entonces de manera casi perfecta.
El “somos más; eres distinto; por eso te matamos” termina entonces como filosofía de fondo en países delincuentes como Venezuela, Ecuador o Bolivia que legalizan ignorancias, resentimientos, latrocinio e indolencia “matando” y reemplazando, por fin, la Constitución de sus mayores mediante perfectas votaciones democráticas. Sociedades que hoy por hoy se hallan en espectacular retroceso evolutivo hacia modelos (ya probados) de socialismo genocida, destinados a acabar en más violencia, muerte y miseria.
Los votantes argentinos que atacan desde una urna el derecho de propiedad privada también atacan la creación nacional de riqueza que tan sabiamente promovía nuestra muy violada y muy liberal Constitución. En el Centenario, nos encaminábamos a ser potencia; en el Bicentenario, nos encaminamos a ser mendigos; esto está claro. Si sigue prevaleciendo el voto delincuente, el voto traidor a los padres de la patria, aquel será sin duda nuestro destino.
Es probable que quienes esto leen, no alcancen a ver el final de este siglo ni a disfrutar el fin de la opresión totalitaria que hoy nos asfixia. Lo importante para todos ellos es el mientras tanto. Hay unos 28 millones de electores en el país. ¿Cuántos podrían afirmar que no tienen al enemigo en casa?
(*) Monstruo mítico devorador de hombres.
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