Junio
2013
El
notable jurista romano Marco Tulio Cicerón, un personaje que a lo largo de la
historia ha sido considerado ejemplo de honor y rectitud, dejó como parte de su
legado algunas reflexiones notables.
Entre
las que revisten increíble actualidad en nuestro medio y refiriéndose al tema
de la traición, escribió lo
siguiente: “Una nación puede sobrevivir a
sus locos y hasta a sus ambiciosos; pero no puede sobrevivir a la traición
desde dentro. Un enemigo que se presente frente a sus muros es menos
formidable, porque se da a conocer y lleva sus estandartes en alto; pero el
traidor se mueve libremente dentro de los muros, propaga rumores por las
calles, escucha en los mismos salones oficiales; porque un traidor no parece un
traidor y habla con acento familiar a sus víctimas, teniendo un rostro parecido
y vistiendo sus mismas ropas, apelando a los bajos instintos que hay ocultos en
el corazón de todos los hombres. Roe el alma de una nación y trabaja
secretamente amparado en las sombras de la noche para minar los pilares de una
ciudad; infecta el cuerpo político de modo que ya no pueda resistir. Menos
temible es un asesino. El traidor es como el agente portador de una plaga.”
Los
redactores de nuestra Constitución Nacional de 1853 (no así los necios deformistas de 1957 ni los de 1994) fueron
sin duda personas versadas en sabiduría clásica.
En
su duro Art. 29, el que habla de los infames traidores a la patria, demuestran
con claridad el haber tomado nota de las tragedias del pasado y de las amenazas
“desde dentro”… a nuestro porvenir.
Comprendían
muy bien las flaquezas del espíritu humano. Sabían del poder corrosivo de la
demagogia intervencionista y de sus campeones: despreciables multiplicadores de
indigencias morales y materiales sobre las que luego cabalgarían.
Preveían
el advenimiento de individuos carentes de un código que les impidiese mentir,
robar o violar libertades públicas y derechos privados; que procurarían escalar
el Estado por cualquier medio incluyendo traiciones pero también coimas,
difamaciones, aprietes y hasta homicidios.
Y
que cuando llegasen al Olimpo del poder gubernamental mantendrían su estatus de
impunidad a cualquier costo incluyendo cambio de reglas, fraudes electorales, confiscaciones
vengativas, extorsiones y complicidades mafiosas. Corruptos que a través de su
accionar infligirían pobreza innecesaria, vergüenza y desesperanza a multitud
de infelices tan des-educados como manipulables.
Los
convencionales del ’53 comprendían de lo que hombres y mujeres sin principios
serían capaces, si se los habilitaba a manejar sin más la temible maquinaria
represora de un Estado. Intuían, sin conocerlos, los modelos gemelos de Chávez y Kirchner.
Y
asumían que si iban a prohijar una gran nación debían matar nonato al leviatán
infame que se oculta tras toda democracia: la más despreciable y pertinaz forma
de dictadura, que es la que clava espuelas a lomos de mayorías estupidizadas.
Los
argentinos que los rodeaban, los que llegaron en aquel entonces al acuerdo de
una Constitución consensuada, eran gente enérgica en su disposición de
sacrificio por la patria, en su sentido común y en su consecuente respeto por
la libertad ajena. Un pueblo de pie, poco dispuesto a seguir dejándose atropellar
por caudillejos ignorantes.
Lo
que procuraron aquellos constituyentes hace 160 años fue, ante todo, mantener
vivo ese nuevo “nervio” nacional encadenando al Estado a la Ley Fundamental
para evitar que deviniese delincuente y transformara a esa ciudadanía de pie en un hato de pusilánimes y sobre todo traidores a la Gran Argentina,
resignados a declinar vegetando al servicio de algún vivillo de talante
paternal.
Intentaron
asegurarnos el futuro. Y lo lograron durante los primeros 80 años de vigencia
alberdiana (en capitalismo & inmigración) pero fallaron en evitar el
desbarranque de los siguientes 80, como vemos hoy día con impactante claridad:
el hato de traidores aúlla en su apogeo y el
modelo socialista contrario a toda libertad impera, estentóreo, sobre
multitudes mientras la patria escora y se hunde a imagen del destructor
Santísima Trinidad en el propio puerto.
Es
evidente que a los regímenes democráticos -o pre democráticos como el nuestro,
sin república ni federalismo- les resulta difícil integrar la preocupación por
el largo plazo.
Las
quimeras progre-populistas son, en este sentido, la corporización del mayor
cortoplacismo posible con sus inevitables programas de más regulación, deuda,
subsidios, confiscación impositiva y emisión, en proporción directa al
retroceso de todas las libertades (y de la inversión productiva empresaria de
riesgo a futuro, claro).
Todo
líder político pondera la dificultad de hacer lo correcto y luego seguir siendo
elegido. Pero no todos asumen que el poder da derecho a traicionar al país
enriqueciéndose mientras se promueve el rechazo a las soluciones retributivas
por mérito, siendo que todas las infamias y tragedias nacionales fueron hijas
de la antítesis de la libre empresa: nuestra vieja violencia de Estado rasando hacia abajo.
Esta
es la traición máxima, común
denominador de 8 décadas: más que las violaciones a la Constitución y que el
robo, la de matar nonata la posibilidad
que tuvieron los más pobres de prosperar.
Lo
dijo el gran Jorge Luis Borges ya en 1983: “Nuestro
país sufre una derrota económica y lo que
es sin duda más grave, una derrota ética”.
En Octubre tendremos una nueva oportunidad de
seguir apoyando el engaño total de siempre; a insistir con el estatismo y su
ristra de miserias o… de permitirnos dar un primer paso en el camino hacia la
solución más evolucionada y definitiva: la libertaria.
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