Marzo
2018
Es
notable lo difícil que resulta, aún para personas cultas e inteligentes,
desprenderse de prejuicios políticos y preconceptos juveniles; lo intimidante
que les es dejar de mirar fijamente el primer árbol para empezar a ver el
bosque que se extiende por detrás… y más allá.
A
fines del año 2001, cuando la Argentina se debatía en una de sus tantas crisis populistas
al borde de la cesación de pagos, mientras A. Rodríguez Saa asumía la
presidencia, cierto periodista radial se preguntó al aire ¿acaso hay vida más
allá del default?
Parafraseándolo,
tal vez deban -algunos adelantados al menos- empezar a preguntarse ¿hay vida
más allá de la democracia liberal, tal como la conocemos?
Desde
que a partir de mediados del siglo XVIII Adam Smith popularizó la teoría
económica del laissez faire, laissez
passer (dejen hacer, dejen pasar), el capitalismo quedó entendido como el
modo de liberar el potencial creativo humano mediante sistemas donde el
gobierno se abstuviera de imponer restricciones que lo obstaculizaran.
Los
resultados prácticos de esta liberación económica en su espejo político, el
liberalismo, están a la vista.
A
partir de ella, cientos (hoy miles) de millones salieron de la desesperanza: de
la esclavitud que representaban la miseria y la inmovilidad social. Un modus operandi que veníamos arrastrando
desde el fondo de la historia y que hacía que inmensas masas de “desheredados”
viviesen, aún en 1750 (a pesar de su sumisión política y religiosa), en
condiciones muy similares a las de los tiempos de Jesucristo.
Hoy
en día, las sociedades que tienen la inteligencia social de brindarse las
instituciones más respetuosas de las decisiones personales tanto en lo
económico como en lo cívico son las más ricas del planeta; las que cuentan
entre sus afortunados ciudadanos al mayor número de millonarios per cápita (en
Singapur, por caso, uno de cada seis ya tiene más de 1 millón de dólares). Y donde
es más gratificante trabajar, ahorrar y aún vivir con el bienestar de un
entorno tecnológico de avanzada.
Aunque
no se trate de una meta excluyente, la riqueza social generalizada no es algo
difícil de alcanzar: es directamente proporcional al grado de libertades
económicas y cívicas que cada sociedad se permita a sí misma. La barrera que lo
impide no es física; es sólo una restricción autoimpuesta, de índole mental.
En
dicha escala, el grado teórico máximo alcanzable (hoy inexistente) de
libertades personales, seguridad, derechos, respetos, tecnologías avanzadas y
riqueza social se daría en un sistema con 0 % de imposición estadual (violencia
obstaculizadora “legal”) y 100 % de sociedad organizada según parámetros
contractuales voluntariamente asumidos. Vale decir, en un entorno superador de
la actual democracia liberal; en un entorno libertario.
En
la democracia liberal de hoy, que es el mejor exponente de nuestra capacidad para
lograr el máximo bienestar sustentable posible para el mayor número, las
corporaciones estatal y sindical, ubicadas del lado de los asalariados, contrapesan
los posibles abusos de la corporación empleadora privada.
Para
sostener en el tiempo este supuesto corporativo, legitiman ante mayorías adoctrinadas
en el igualitarismo la dosificación de un capitalismo desigualador (aunque ciertamente
creador de riqueza), maniatándolo.
Sin
embargo, y aunque dejemos de lado para gobernantes y sindicalistas los graves problemas
(también desigualadores) de corrupción y abusos inherentes al sistema, este
“ponerse del lado de los débiles” es en sí un supuesto falso.
Quienes
logran ver el bosque, y más allá, captan la trampa de un modelo donde el
maniatado impositivo y regulatorio aplicado por estas dos corporaciones ralentiza
y detiene el flujo capitalista que posibilitaría el surgimiento de una
competencia de mercado tan libre y fuerte como para autorregular cualquier
posible conato de abuso por parte de la corporación patronal (en la retribución
a sus empleados, pero también en la calidad, cantidad y precio de sus productos).
Existe
en la actualidad una clara asimetría entre partes cuya culpa es atribuible al
Estado y a los sindicatos: los débiles
son los grandes perdedores al ser obligados a reducir su velocidad de
avance hacia el fin de la esclavitud por
inmovilidad sociocultural donde los retiene la pobreza de su sistema
fiscalista, cerrado y clientelar. Mientras que en el modelo contrario los
perdedores serían, para empezar, los malos empleadores protegidos (hoy premiados).
En
sociedades con un mayor grado de civilidad que la nuestra, el desborde sindical
anti-republicano es un problema superado. El sindicalismo en sí con su impronta
de mafia, de corporación fascista de presión violenta por encima del voto
ciudadano y de las libertades individuales, constituye una encerrona social
superada.
En
la cúspide evolutiva del mejor Primer Mundo, donde cunde hoy una relativa
riqueza social, los sindicalistas son actores irrelevantes.
Eventualmente,
en la línea de tiempo y de empoderamiento tecnológico donde se vayan
desmontando -por presión de voto popular- las dos primeras corporaciones, se
diluirá también la tercera: el gradual crecimiento del bienestar popular (con
dinero real, proveniente del ahorro consistente con la eliminación de las
intermediaciones innecesarias tanto en lo mafioso-sindical como en lo político-estatal)
asegurará una competencia más y más perfecta, obligando -individualmente- a cada
empresario a servir realmente a sus empleados y a la ciudadanía consumidora, so
pena de desaparecer.
Sería
en todo caso otra clase de dictadura de mayoría.
Una
virtuosa, apalancada en los mecanismos de un libre-mercado extendido, actuando
en el marco de una siempre creciente sociedad de propietarios.
Vale
decir, finalmente, en un modelo de organización comunitaria apoyado en la
lógica del mérito.
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