Abril
2020
En
el siglo XIV, la llamada peste negra asoló Europa matando a más de un tercio de
su población.
Una
plaga de características catastróficas pero que causó que el sistema feudal
(uno de los sistemas económicos más ridículos jamás creados) llegara a su fin.
Prosperaron
a partir de allí las libertades personales, los derechos de propiedad privada,
las exploraciones, los descubrimientos científicos, las mejoras económicas y el
bienestar en general. El mundo mejoró
rápidamente.
El
COVID 19, dependiendo de la proyección, puede resultar igual de catastrófico no
ya en proporción de víctimas fatales a nivel planetario sino en la amplia gama de consecuencias resultantes del
cierre de la economía global, tales como la quiebra de empresas a gran escala
con innumerables empleos perdidos, incumplimientos contractuales y bancarios
generalizados o gobiernos y burocracias con gravísimos desfinanciamientos,
entre otras. En suma: el efecto de cientos de miles de millones de dólares de
prosperidad eliminados de la ecuación.
Una
situación, la actual, que parece empujarnos a la opción brutal de salvar la
economía condenando a muchos a morir o bien salvar a cientos de miles
condenando a cientos de millones a sufrir. Algo que probablemente acabe en
ingratas soluciones de compromiso, con grandes pérdidas.
Como
sea y cuando esto finalmente termine, es posible que experimentemos un
renacimiento como el de la Edad Media aunque mucho más veloz, donde las
personas talentosas y responsables florezcan en medio de oportunidades sin
precedentes.
En
nuestro país, a los problemas económicos derivados del cierre comercial,
debemos agregar importantísimos problemas estructurales que nos hacen inviables
en tanto sociedad sin consensos básicos (la grieta moral y ética que nos parte
por mitades) y en tanto país económicamente insustentable (cirugía mayor
pendiente en los ítems tributario, previsional, laboral y de dimensión e
intervencionismo estatal).
Una
tendencia clara y visible hacia la solución del “problema económico”
conllevaría, sin embargo, una importante reducción del “problema grieta”
disminuyendo la cantidad de simpatizantes del pobrismo autoritario; modificando
en millones de ciudadanos su percepción del “proyecto de país” deseable.
La
fractura de expectativas causada por las duras consecuencias derivadas del coronavirus
(y la angustia social consecuente), podría ser aprovechada con criterio superador,
de verdadero estadista, por el actual Presidente.
Al
decir del respetado economista libertario Roberto Cachanosky y ante lo
imperativo que resulta bajar la carga tributaria, sería bien recibido el gesto
(¿demostrando vocación de servicio, tal vez?) de reducir los ingresos de
todos los políticos en un 50 %, significando esto un ahorro de $ 500.000
millones que podrían aplicarse en forma directa a la rebaja de impuestos de
quienes producen.
Iniciada
con este gesto, la nueva política del gobierno debería traducirse en primer
lugar en dejar de castigar la venta de producción nacional al exterior
(servicios, tecnología, minería, agricultura etc.), generadora de divisas. Recordando
que durante décadas, mientras la economía argentina se mantuvo abierta al mundo
y con baja imposición, nuestras exportaciones representaron entre el 2 y el 3 %
del total planetario mientras que a 2018, con el país aún en los primeros
puestos del ranking de los más cerrados y fiscalistas, representaron tan sólo
el 0,3 %.
De
haber mantenido nuestra participación, hoy estaríamos exportando por valor de
572.000 millones de dólares por año en lugar de los escuálidos 70.000 millones actuales.
¿Cuántos puestos de trabajo, cuánta riqueza,
cuánta mejora en la calidad de vida se perdieron por exportar 500.000 millones de
dólares anuales menos de lo que podríamos estar exportando? concluye
preguntándose Cachanosky.
La
decisión política de remover los palos en las ruedas de nuestra locomotora
productiva liberándola, nos acercaría gradualmente a un presupuesto nacional más
equilibrado, con una exacción impositiva que tendiese a la baja (los países hoy
más exitosos la tienen en torno al 12 %).
Acciones
que harían mucho por asentar una seguridad jurídica que, cambiando
expectativas, se constituiría en pase franco, ahí sí, de inversiones
productivas a gran escala.
Inversiones
que generarían a igual velocidad, más empleos formales y mejor remunerados. Lo
que a su vez aceitaría la implementación
de marcos laborales y educativos más modernos y flexibles tanto como de un
sistema previsional más justo, que no cargase sobre el erario.
En
verdad, la peste populista es mucho más longeva y destructiva en sufrimientos,
vidas y haciendas que la peste pasajera del COVID 19. Virus que podría ser, contrario sensu, punto
de inflexión mental para nuestra sociedad.
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