La Guerra como Lección

Abril 2025

 

La guerra de invasión que lleva adelante el Estado-nación ruso contra el Estado-nación ucraniano salpica de sangre a los millenials de ambas sociedades. Y llama a la reflexión a jóvenes de todo el mundo que ven con asombro cómo anacronismos de este tipo se convierten en realidades difíciles de creer.

Con batallas cruentas que ya dejaron más de un millón de bajas entre muertos y heridos. Además de disloque económico, desplazamientos forzosos y destrucción a mansalva de valiosa infraestructura, cuya erección demandó el esfuerzo de generaciones.

Atavismos que se creían superados, como las “guerras de conquista”, muestran otra vez su espectro a pesar de todo lo hablado y codificado en normas de convivencia, respeto, cooperación y derechos humanos, negociadas en el marco de muy costosos organismos multilaterales supraestatales, supuestos garantes de una “nueva civilidad”, más empática y evolucionada.

La lección por aprender en este disruptivo 2025 es que la gente de a pie, las familias, los individuos... evolucionaron; asumiendo la vigencia de la sacralidad de la vida, el respeto a los derechos del semejante y la empatía de sentirse una sola especie unida frente a los desafíos (y peligros) de la inmensidad cósmica. Una evolución del común que excluye de por sí toda guerra de agresión.

Y la lección continúa, “descubriendo” que quienes no asumieron eso son las nomenclaturas de los “modernos” Estados nacionales; esas instituciones jurídica y policialmente artilladas en defensa propia, tan coactivas para con sus pagadores cautivos de impuestos como veladamente agresivas para con sus pares. En realidad, entes secuestradores de sociedades; con su staff de profesionales especializados en la tercerización de costes, dolos y responsabilidades. Pesadas burocracias políticamente “reaseguradas” a su vez en los mencionados organismos supraestatales.

La Historia viene una vez más en auxilio de nuestro discernimiento, al ilustrarnos con la verdad sobre el devenir de las guerras.

En efecto; no debemos olvidar que los grandes Estados nación nacieron, crecieron y se aposentaron sobre una gran cantidad de sociedades y poblaciones libres preexistentes, entre los siglos XIV y XV.

Lo hicieron imponiendo sobre ellas, en forma coactiva, la obligación de integrarse en una determinada jurisdicción territorial bajo el monopolio político, militar y sobre todo judicial de monarquías (luego repúblicas) de neto cuño mercantilista.

Se trató de un proceso histórico gradual, solapado al del auge del librecambio capitalista entre asociaciones voluntarias de comerciantes, terratenientes, banqueros, burgueses, artesanos y gentes del vulgo, verificable desde comienzos del siglo XV. Grupos humanos nucleados naturalmente en centenares de prósperas pequeñas ciudades estado, feudos, enclaves y señoríos independientes esparcidos por toda Europa. Y que salvo excepciones fueron finalmente sojuzgados y gravados por unas pocas grandes burocracias estatales bajo pretexto de paz general, bajo ley y orden unificados.

Si bien las disputas y enfrentamientos (al igual que la bonanza económica) eran algo relativamente común entre estas pequeñas sociedades, la escala y duración de sus batallas revestían poca entidad. En un tiempo en el que occidente había evolucionado hacia soberanías y poderes dispersos, sólo se enfrentaban soldados profesionales. Y por lo general en lugares abiertos, con poco o nulo involucramiento de la población civil, que continuaba con sus menesteres sin mengua de sus propiedades como no fuese algún que otro daño colateral.

Los ejércitos estaban constituidos por unos pocos cientos o miles de hombres, con mercenarios no atados a nacionalismo alguno, lo que hacía de estos combates un ejercicio con menos bajas fatales que aprontes, amenazas, fintas, concesiones negociadas y otras artes de la estrategia.

La guerra era un juego oneroso cuyo costo no podía tercerizarse y que debía ser asumido por el bolsillo del señor o unión comunal de turno, constituyendo esto el principal incentivo para su brevedad y para que el desmadre en cuestión no pasara a mayores.

Hoy en día, los países “libres” están regidos por sistemas constitucionales que se supone garantizan el respeto a la sacralidad de libre albedríos personales. Teniendo como medio de ello a la unión republicana de poderes fácticos independientes en mutuo contrapeso.

Proposición teórica de mutuo respeto que a las nuevas generaciones les resulta por lo menos ingenua, a la luz pura y dura de sus resultados prácticos. Por cierto tan decepcionantes como largamente probados.

Sistemas tal vez bellos y bienintencionados pero que no tuvieron en cuenta la externalidad -entre muchas otras- de que al crearse estos grandes Estados (por la fuerza, juntando enclaves libres) anclados en adoctrinamientos de impronta nacionalista, se estaban generando Frankensteins.

Verdaderos monstruos que hicieron de las guerras algo masivo, brutalmente inclusivo, salvaje y peligroso hasta el punto de mutuo suicidio, involucrando a la totalidad de la población hasta extremos impíos bajo la bandera de una supuesta gran madre patria por la cual, bajo directiva de nomenclaturas iluminadas, se debe morir quiéralo uno o no.

Por eso, hoy más que nunca se agranda la brecha entre el Estado y los individuos. Con la guerra como telón de fondo, aumenta el rechazo visceral de la gente de a pie a la política, a sus manejos corruptos y, claro está, a toda institución estatal coercitiva.

Frente a la anacrónica agresión rusa, cierta como nunca resuena hoy la máxima de Albert Einstein según la cual el nacionalismo… es una enfermedad infantil de la humanidad; tal como el sarampión. Tan solo una rémora más, destinada a ser superada en algún momento; cuando lo merezcamos. Como así también las ciegas “guerras totales” que esta vetustez conceptual causa.

Y como los propios Estados nacionales, finalmente, junto con todas aquellas instituciones que tengan como modo normal de financiación a la coacción extorsiva (tributos obligatorios) por sobre los modos de libre asociación contractual.





 

Entendiendo el Cambio

Marzo 2025

 

Algo nuevo está surgiendo de las entrañas de la sociedad argentina. Un concepto o proto-formato de organización comunitaria que atemoriza a muchos políticos, intelectuales y comunicadores honestos. A personas bienintencionadas pero instruidas casi exclusivamente en esquemas institucionales que, tras dos o tres siglos de reinado, empiezan a entenderse como ingenuos.

Hablamos de gente ilustrada en éticas (y estéticas) políticas que a la dura luz de sus resultados revelan, finalmente, ser hijas de marcos normativos de impronta voluntarista. A más de demasiado costosos, entrometidos, corruptibles, ineficientes y violentadores del libre albedrío para los cánones de las nuevas generaciones.

Esta percepción que para una creciente mayoría social es todavía una idea difusa, para la minoría intelectual que orienta la batalla cultural en marcha no es más que el desarrollo histórico de ideas muy específicas para el largo plazo (las libertarias), entendidas como la evolución del liberalismo clásico hacia una eficiencia dinámica (ya no estática o paretiana) de gran libertad, innovación y competencia. En consecuencia, de muy fuerte exigencia empresaria a todo orden -incluido el de la responsabilidad social- y de resultados tangibles en cuanto a bienestar general extendido, más allá de las desigualdades.

Pensamientos que de a poco empiezan a hacerse populares, empujados en su simpleza por el más común de los sentidos.

Las revoluciones que para bien o para mal cambian el curso de la historia siempre empiezan por un pequeño núcleo de intelectuales. Pasó con Marx, Engels y otros, por cierto. Y pasa hoy por la fuente doctrinal del equipo de un presidente argentino, Javier Milei, que se define en lo filosófico como anarcocapitalista, corriente que postula en último término la abolición de los impuestos y del Estado.

Fuente que arranca en los tempranos ’70 del pasado siglo con Murray N. Rothbard y su Manifiesto Libertario pero que sigue su desarrollo conceptual y práctico a través de autores como Hans H. Hoppe, Walter Block, David Friedman, Morris y Linda Tannehill, Anthony de Jasay, Jesús Huerta de Soto, Michael Polanyi, Bruce Benson, Marta Colmenares, Raúl Costales Dominguez, Thomas Sowell, Miguel Anxo Bastos o nuestros brillantes Alberto Benegas Lynch (h.) y sobre todo Diego Giacomini entre muchos otros.

Bien harían nuestros comunicadores en sumergirse en este fascinante ideario que, desde Ayn Rand y su filosofía objetivista en más, pone el acento tanto en la no-violencia cuanto en la sacralidad del individuo frente a la opresión de la masa. En interesarse, para comprender a cabalidad hacia dónde se dirige no sólo nuestra Argentina sino la humanidad en general a largo y muy largo plazo.

Siendo lo del plazo un tema no menor, atento a que algunos de estos mismos autores han fustigado a J. Milei, al opinar que debería estar avanzando mucho más rápida y profundamente en la aplicación del anarquismo de mercado con esteroides que dice profesar, al tiempo que él mismo advierte que el camino libertario en Argentina podría llevar muchas décadas (con posta intermedia en el minarquismo), dadas las restricciones de realpolitik tanto socio-económicas como de derechos adquiridos, privilegios empresarios y entramados mafiosos cuasi seculares, a las que su partido debe hacer frente.

Tomando distancia y desde la atalaya de la Historia se ve con claridad, por cierto, que la institución “Estado” (con sus diversos formatos de gobierno, desde el republicano al tiránico pasando por el monárquico o por la mafiocracia de estilo ruso) en modo alguno es el origen ni la garantía de la civilización y de la paz social, como en general se piensa.

Lejos de ello y de todo otro modelo conceptual coercitivo, el bienestar comunitario se debe a esa institución innata al ser humano que es la propiedad privada. Institución a la cual nuestra especie siempre se ha aferrado y que es la que permitió su progreso, a pesar del Estado.

Hoy, los jóvenes están despertando a la especulación contrafáctica de cuál hubiese sido el nivel de progreso del que estaríamos disfrutando de no haber tolerado o peor aún, votado a la hidra de los frenos estatales. Y abriéndose a la especulación fáctica de cuál podría ser su propia cota de evolución socioeconómica si a partir de ahora se diese una fuerte atenuación de esa misma rémora.

Resulta cada día más obvio que el principio fundante de la civilización y de la paz social no es el Estado con su ancla de sobrecostos, ineficiencias y zarpazos al capital sino el reconocimiento de la responsabilidad individual tras la vigencia de los más plenos derechos de propiedad.

Algo que es inherente a un formato libre-contractual de la sociedad, en oposición al actual modelo coactivo-fiscal.

El viraje conceptual de la opinión pública en cuanto a modo de organización comunitaria que desconcierta a nuestros “viejos” intelectuales, más que poner el foco en personas y gobiernos, lo pone en los incentivos que demarcan las instituciones. Viejas instituciones de impronta extractiva (obligatorias y ventajeras para los que a partir de allí viven de lo ajeno, con lo redistributivo como subproducto) o nuevas instituciones de impronta inclusiva (cooperativas y voluntarias para los que a partir de allí viven de la producción y el intercambio, con lo solidario como consecuencia).

Porque si bien la nueva opinión pública reniega de instituciones y políticos, aún no se pronuncia con claridad sobre el rótulo de su eventual reemplazo. Sólo pretende, creemos, una “eficiencia conducente” sólida, expeditiva y honesta.

Por su parte, las “ideas de la libertad” que nuestro primer mandatario pregona entienden a la libertad como ausencia de coacción por parte de otros (incluyendo al Estado), lo cual es condición necesaria pero no suficiente para que cada miembro de la sociedad cuente con la oportunidad de desarrollar su proyecto de vida, permitiendo al prójimo hacer lo propio.

La intención libertaria para la Argentina de hoy se completa asumiendo que esa libertad que a todos provee de nuevas opciones, de poco sirve si sus receptores no cuentan con los medios económicos como para elegir entre, al menos, algunas de ellas. Caso contrario, son esclavos a los que se les muestran múltiples manjares… que no pueden tocar.

Una situación de indigencia bloqueante que abarca hoy a casi la mitad de nuestra población (libertad, para qué? se mofaba Lenin hace 110 años).

Comprendido lo anterior, entonces, se trata de asumir que los medios económicos que proveerán a todos la posibilidad de optar, sólo llegarán con la rapidez y energía requeridas a la parte esclavizada de nuestra ciudadanía si se persiste en la adopción de las referidas “ideas de la libertad y consecuente responsabilidad individual” capitalistas.

Acciones que aseguren el ascenso socioeconómico y cultural sustentable de los empobrecidos a través de un respeto cerval (casi sobreactuado, dada nuestra historia) del derecho de propiedad, piedra angular del progreso.

Lejos, muy lejos de la redistribución coactiva y de los venenosos impuestos progresivos que signaron nuestras últimas 8 décadas de pruebas y contrapruebas dirigistas.

Superando así la infantil utopía de que “gente buena del gobierno” venga a arreglar nuestros problemas personales, dictándonos de paso qué hacer, cómo hacerlo y, claro, qué pensar.






El Punto de No Retorno

Febrero 2025

 

La sociedad argentina empieza a darse cuenta de que el país atravesó, en verdad, un punto de no retorno. De que el statu quo mental predominante durante 8 décadas, de 1943 a 2023, caducó el 10 de Diciembre de ese último año dando paso a algo radicalmente nuevo.

Tras una larga sucesión de presidencias que terminaron mal sus respectivas experiencias, los 4 últimos períodos peronistas consumaron en su progresión un desastre ético, económico y social de magnitud, logrando quebrar el consenso mayoritario de confianza en el Estado que prevalecía desde mediados de los ´40.

En sí, el punto de no retorno consiste en la constitución de una nueva mayoría que ya no confía en los políticos. Pero no sólo en ellos: tampoco confía en sus instituciones (poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, federalismo incluido, con sus supuestos límites, controles, contrapesos y auditorías intra-estatales). Instituciones a las que percibe como mayormente inútiles a más de costosas y corruptas; ingenios aparatosos que no fungen como garantes de bienestar a futuro, como no sea en la consolidación de sus propias burocracias.

Lo que no tiene retorno es la “intervención” curativa al sistema, que va mucho más al hueso de lo que se preveía: ya no se confía en el Estado en tanto ordenador, juez y parte ni en su tropa rentada en tanto autoridad ética.

La experiencia mileísta enfrenta, obviamente, el cúmulo de obstáculos que le seguirá plantando el colectivo de subsidiados del consenso estatista anterior (la nueva minoría, varios millones de personas movilizadas por las oligarquías política, sindical y empresauria).

Pero aún en caso de que esta coalición de intereses logre bloquear por un tiempo -con oportuno colaboracionismo judicial- el avance hacia nuevas cotas de libertad responsable, la visión de opinión pública de lo que es políticamente correcto no mutará.

No lo hará porque esta vez no se trata de un cambio coyuntural, gatopardista, sino de un cambio de era. Lo que vimos en el ´24 llegó para quedarse y profundizarse apalancado por generaciones de voto joven que, comicio tras comicio, irán afianzando fatalmente la tendencia.

¿Cuál tendencia? La tendencia ética, estimamos, habida cuenta de los fortísimos cachetazos a la moralidad que el partido “de Perón y Evita” asestara a nuestra patria, al punto de dejarla de rodillas. Exangüe. Cargada de mafias y de villas miseria, saqueada por sus jerarcas y en estado de cuasi indefensión.

Una reacción -o mutación- que ocurre por cansancio: tras generaciones de parásitos y avivados al mando, nuestros ciudadanos van abriéndose a la revelación de que la ética (del trabajo, el estudio y la honradez) de una mayoría decidida a vivirla en serio, impacta con fuerza en el bienestar general. De que ser una sociedad con “justicia moral” es, como alguna vez lo fue, el negocio inteligente.

Cunde la idea (aún confusa, aunque reveladora) de que quienes tomen decisiones de impacto general deben sufrir en carne y patrimonio propio las consecuencias. Algo que por lo general sucede en la actividad privada y que está ausente en el ámbito estatal, lo cual es muy grave.

Se percibe una corriente subterránea, creciente, tendiente a alinear de una vez por todas los objetivos con los incentivos en pos del bienestar común. Algo que también fluye en el mundo privado tanto como fracasa en el público.

Y crece un hartazgo con los errores derivados de haber perdido demasiado tiempo y energías defendiéndonos de los otros y del Estado a causa de reglas de juego socialistas, siempre promotoras de conflictos. Además, claro, de habernos apartado del sentido común “familiar” consistente en no gastar más de lo que ingresa.

Una situación que empieza a abrir mentes a la idea de que el camino libertario (con su declarada opción por la no-violencia fiscal-reglamentaria, para empezar), podría ser la más directa y transparente respuesta a todos los planteos anteriores.

Es la tendencia de nuevos y veteranos votantes que sienten que las ideas que J. Milei propone y dispone (exabruptos escénicos aparte) se alinean mejor que cualquier otras con una sensación de esperanza.

Esperanza de salir del averno y llegar a un mejor lugar común. Menos violento. Más libre y próspero por más estimulado y voluntario. Vale decir más cooperativo, innovador y solidario tras ir sacándonos de cabeza, cuello y pies los bozales, lazos y maneas estatistas.

Aunque tal tránsito implique aumento de responsabilidades adultas, riesgos, sangre, sudor… y algunas lágrimas.

Resulta cada vez más difícil pretender no ver que los Estados y sus instituciones republicanas fracasan (entran en crisis de credibilidad con sus clientes-ciudadanos) en casi todas partes.

Baste ver por caso el bi-fallido constitucionalismo de Chile o la interminable sucesión de protestas en Francia; o la lenta deriva de otras sociedades hacia mayores autoritarismos (demócratas, eso sí) con más recorte de libertades. Y luego hacia superestados abiertamente mafiosos y censuradores como Rusia o Venezuela, por no hablar de Irán u otros menos conocidos; todos ciertamente “futuribles” al mejor estilo del artillado Gran Hermano chino.

Mientras tanto, en los países relativamente libres que quedan, vemos por doquier bellos -aunque ingenuos- modelos constitucionales diseñados en los siglos XVIII o XIX, fallando en proveer a la enorme multiplicidad de demandas propia de nuestro tiempo. Con sus gobiernos acelerando el carrusel de regulaciones, subsidios, deudas e impuestos… sobre una ciudadanía cada vez más alienada.

Cuando la insatisfacción cala hondo, sin embargo, la salida ética del laberinto se torna más probable, despertando la tendencia al bien que está en nuestro “software de fábrica”.

Una salida superadora que enlaza con el principio rector de la no-agresión del libertarismo, que en verdad es la base de la moral y de la ética de la mayoría de las personas comunes que viven de su trabajo con sacrificio, honestidad y respetando los derechos del semejante.

Personas que enseñan a sus hijos a no comenzar peleas o agredir a otros; a no engañar, trampear o robar; a asumir que todo lo pacífico es bueno y que la violencia es mala.

Los filósofos de la Grecia clásica definieron como kalakogathía a la coherencia natural que existe entre la verdad, el bien y la belleza. Un ideograma que calza como guante a la ideología no-violenta (no inicio de agresión), racional, justa y pacifista por antonomasia: la libertaria.





Tomando Conciencia

Enero 2025

 

¿Son la verdad, la honestidad y la transparencia, exigencias reales de la ciudadanía? ¿Es la no-violencia en todos los campos de la acción humana una propuesta deseable?

Se trata de demandas que aparentan ser obvias para todos aunque tal vez no lo sean tanto. Al menos no por ahora.

En verdad, tal vez las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo sean todavía el espejo íntimo de una importante fracción de argentinos. Con su imagen de ancianas bondadosas y pacíficas enmascarando una prédica violentísima (para empezar, sobre sus hijos) con aval al robo, adoctrinamiento y látigo totalitarios, ventajismo económico, ánimo vengativo contra la vida y el más oscuro rencor social disfrazado de justicia.

Una parte mayoritaria de nuestra agenda “woke”, tal como las mujeres del Colectivo de Actrices, Pañuelos Verdes y otras que en virtud de su género debieran adherir al amoroso pacifismo de una no-violencia (concepto naturalmente protector y femenino) de corte gandhiano, no adhieren en absoluto a este ideal identificándose por el contrario con féminas amigas de lo ajeno, oportunistas, mendaces y sobre todo violentas, del tipo consignado más arriba.

Se trata de un modelo de pensamiento arraigado, tras casi ocho décadas de dominio doctrinal pobrista.

Lo cierto es que en la orilla opuesta de esta agenda del no-respeto a la vida y a la propiedad, entre otras cosas, asoma otro colectivo. Uno más perspicaz y contestatario, que viene ganando la controversia cultural del siglo: la batalla por la libertad, contra la esclavitud de la pobreza.

Apoyándose en un capitalismo de altísima exigencia para el empresariado (generador inopinado -por competencia- de buenos sueldos y bienestar para los más), el libertarismo porta en el núcleo duro de su filosofía el Principio de No Agresión; la norma de no-violencia que baliza la evolución de lo humano hacia contextos más voluntarios y cooperativos; más libres tanto en lo económico como en lo cultural. En definitiva, más éticos y respetuosos de la sacralidad del individuo así como exigentes de su responsabilidad personal.

Una no-violencia práctica que implica el tránsito hacia sistemas que acaben dejando de lado todo aquello que en nuestro día a día implica inicio de agresión: fraude (mentiras y corrupciones políticas), amenazas ciertas (extorsión) o bien coerción lisa y llana en tanto modo “normal/legal” de organización comunitaria.

Por caso, si optásemos por decir la verdad y llamar al pan, pan y al vino, vino tomaríamos a los impuestos por lo que en verdad son: simple robo.

En efecto, el sentido común nos dice que todo cambio de manos bajo amenaza que afecte bienes propios es, por definición, un robo. Aquí, en la China y en Marte.

Bien advierten con impecable lógica los intelectuales ancap que la única diferencia entre un asaltante callejero y un recaudador de impuestos es que el segundo opera con una gran maquinaria burocrática y de fuerza armada por detrás (legislaturas, juzgados, policías, cárceles), apoyándolo.

Que dos, diez o cien millones de personas apoyen con sus votos a los jefes del ente recaudador y avalen sus decisiones sobre qué hacer con el efectivo obtenido no cambia en lo más mínimo la definición del hecho: ni el número condiciona la verdad ni el fin justifica los medios.

Atavismos bárbaros que todavía nos atan, nos compelen a justificar lo injustificable: a aceptar la violencia implícita en el despojo, como piedra basal de todo nuestro sistema de convivencia. Fingiendo demencia para así desconocer el séptimo mandamiento: no robarás.

Y nos adelantamos a la previsible objeción de considerar real el mítico Contrato Social supuestamente rubricado por todos a fin de evitar el “caos del anarquismo” y a la afirmación de que no es robo la exacción consentida, proponiendo el sencillo ejercicio mental de pensar en lo que sucedería si mañana se despenalizara el no pago de impuestos.

Bajemos la pistola de la nuca de los ciudadanos y en menos de 100 días obtendremos con 100 % de certeza el colapso del Estado tal como lo conocemos y el fin de sus “benéficas” funciones, aún con el más pleno conocimiento de causa por parte de los no pagadores.

Fin de ambos argumentos “fake”. Ni los impuestos son consentidos (voluntarios) ni hemos firmado contrato alguno persuadidos (por los políticos) de evitar un hipotético caos.

Por lo tanto, llamamos al pan, pan y al vino, vino cuando decimos que nuestro actual sistema de organización social se basa en la violencia “de arriba” o en la amenaza creíble de su uso, lo que es igual.

Concomitante con lo anterior, sabemos que nada que base su funcionamiento en la agresión puede ser ético ni moral. Tampoco eficiente. No, al menos, frente a aquello que base su funcionamiento en el estímulo; en el libre albedrío, en la acción voluntaria y en la responsabilidad individual.

Ciertamente los impuestos nunca fueron “el precio de la civilización” como aún hoy se pretende hacernos creer, sino más bien el timo que nos llevó por plano inclinado a la depredación y la avivada de las oligarquías dominantes.

Y tampoco el desguace del Estado en tanto institución coactivamente financiada, si es gradual e inteligente, conduce al caos, la injusticia y la miseria sino, muy por el contrario, lleva a la justicia de la prosperidad de una actividad privada de retribución contractual que bien puede reemplazar con ventaja todas y cada una de las funciones estatales útiles; en especial en nuestra era de tecnologías cada vez más extendidas, creativas, empoderadoras, personalizadas y amigables.

Como explicaba ya en 1973 el gran David Friedman (1945, economista, catedrático y autor estadounidense) “todo lo que el gobierno hace puede clasificarse en dos categorías: aquello de lo que podemos prescindir hoy y aquello de lo que esperamos poder prescindir mañana. La gran mayoría de las funciones del gobierno pertenecen a la primera categoría”.

Tomar conciencia de nuestras taras barbáricas y pavores irracionales contribuirá a acercarnos al siguiente escalón evolutivo de nuestra especie, con la vista puesta en el largo y muy largo plazo (es decir, en nuestros hijos y nietos).

No otro debería ser el norte de nuestra élite intelectual, procurando que la Argentina sea, una vez más, faro inspirador para un mundo desencantado. Uno con pocas libertades reales para la búsqueda de la felicidad y asqueado de tanta violencia mafiosa “de arriba”.