Noviembre 2009
Vemos en estos días cosas tales como la elección de Brasil para sede de los Juegos Olímpicos, el cambio de su condición de deudor a la de acreedor del FMI, o que más de 20 millones de pobres hayan trepado a la clase media durante los últimos años. Signos, entre otros, del despegue de nuestro vecino hacia el estatus de gran potencia.
Hoy día su economía es 5 veces la nuestra pero no siempre fue así. Como todo el mundo sabe, la Argentina, que llegó a ser la segunda economía de América y la séptima del planeta, estaba llamada a ser un país líder; de primer orden. Mucho antes y en forma más contundente que Brasil. Con un alto nivel de vida general e integrada al mundo sin indigentes ni ignorantes. Apuntando a una matriz productiva de altísima tecnología asentada sobre una sociedad evolucionada y cosmopolita.
¿Qué pasó? ¿Quién apagó la luz? ¿Dónde estamos? Estamos en la Argentina quebrada y mendicante, maleducada y violenta que supimos conseguir. Fiel reflejo de nuestros votos socializantes, dándonos con el bate en la propia nuca. Porque fue el sufragio mayoritario el que entronizó a la larga lista de ignorantes y ladrones que, bajo la promesa de satisfacer resentimientos vergonzantes, hizo pedazos aquel sueño de llegar a ser un país de primera división.
El razonamiento lineal que los políticos proponen a una población cada vez más hundida en la des-educación y la miseria es “saquémosle a los que más tienen para disminuir la pobreza”, “más impuestos progresivos” o “que la crisis la paguen los ricos”. Cuando lo justo -siempre- es que la crisis la pague quien la causó; en este caso, los votantes kirchneristas. Con el colaboracionismo de votantes “de izquierdas” cuyos legisladores apoyaron todos los ataques al capital, a la propiedad y su usufructo que impidieron el aflujo de cerebros y dinero. Y cuando ya deberíamos saber que extorsionando a “los ricos” bajo impuestos excesivos sólo se arriba al efecto opuesto, demostrado una y otra vez durante 8 mil años de Historia: la redistribución final de más pobreza.
No es preciso ser muy listo para entender que a mayor ganancia, el privado destinará más dinero a inversiones en su afán de ser más competitivo; y que a mayor competitividad y crecimiento le seguirá una elevación del nivel salarial y una mayor demanda de personal, poniendo cada vez más dinero en manos de más gente.
Es más: también distribuirá riqueza sin intermediación estatal parasitaria, a través de una mayor demanda productiva de servicios y otros bienes creados por terceros.
Es el comienzo del capitalismo popular, fabricando una sociedad de propietarios. No existe modo más rápido, más sustentable y menos duro de poner dinero en bolsillos de los que menos tienen.
En este círculo virtuoso el impuesto es un serio obstáculo, ya que se extrae a costa de la ganancia y opera, por tanto, en el sentido opuesto a la creación de riqueza. Más impuestos significan menos dinero en manos de más gente, menos demanda puntual para lo que ofrecen los sectores comercial y de servicios, menos inversiones en crecimiento y menor competitividad del país en su conjunto.
También significan precios más altos para todo lo que un argentino cualquiera necesite para avanzar; desde una manzana a un movimiento bancario, pasando por un litro de gasoil, un teléfono celular con internet o la cuenta de la peluquería. Los impuestos están enquistados de manera intrincada en los costos de cada necesidad de nuestra vida, encareciéndola de manera notable.
Se supone que para proteger el derecho de todos a acceder al bienestar, el Estado se hace del dinero a través del sistema tributario, apoyado en la fuerza policial. Y cumple dicho supuesto a través de la provisión de servicios como educación, justicia, seguridad, salud y (ahora) jubilación… públicas y universales. Lo hace también a través de la construcción de calles y rutas, de centrales de energía, control de fronteras o asistencia a los desvalidos dentro de un cierto “modelo” planificado de sociedad.
Un creciente número de ciudadanos, no obstante, va cayendo en cuenta de la terrible contradicción existente entre ese derecho “a acceder al bienestar” y los resultados obtenidos mediante la provisión de todos estos servicios e infraestructuras.
Con niveles impositivos de entre los más elevados del mundo, el Estado argentino retribuye a su pueblo con calidades de educación, justicia, seguridad, salud, jubilaciones, caminos, energía, defensa y contención social… a niveles de desastre.
Señoras y señores: bienvenidos al mundo extorsivo y rasador del anarco-estatismo, con protestas simultáneas de todos los sectores y por todos los “servicios”, con marchas, cortes, huelgas, corrupción desbocada, matonismo gubernamental y violencias retroalimentadas. Bienvenidos a la consecuencia de los votos victoriosos como solidarios, progres, con sensibilidad social o simpatizantes de Papá-Estado-Benefactor.
Es la competencia lo que hace eficiente a un sistema, lo que mejora servicios y disminuye costos. Y es el dinero en poder de la gente de trabajo (no de la oligarquía política y sus amigos) lo que potencia esa competencia, con el público eligiendo entre distintas opciones. Mejorando el resultado cuanto mayor sea el número de áreas abiertas a la opción popular.
Lo estatal es la negación de la competencia y de sus incentivos. Es el pago obligatorio con independencia de la calidad del producto entregado. Es la ineficiencia, el derroche, la corrupción inevitable a gran escala y finalmente, el canibalismo social.
¿Queremos superar otra vez al Brasil? ¿Queremos acceder en serio al bienestar general? Quebremos los colmillos de este gobierno vampiro y sus “leyes” e impuestos desangrantes, volviendo esa enorme masa de dinero a manos de las personas del llano. Sobraría entonces poder económico para que, quienes son hoy víctimas de la escuela o el hospital estatal, elijan en competencia buenos colegios privados para sus hijos y medicina de primera para sus familias.
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